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Billy Wilder cumple sus primeros 90 años

El cineasta vienés sigue hoy lleno de ideas después de década y media de jubilación forzosa

En Sucha, pequeña ciudad de la Galitzia polaca, el día 22 de junio -otros dicen que de julio, pero él arguye que nació dormido y no se acuerda- de 1906 vino al mundo el segundo hijo de un matrimonio judío vienés apellidado Wilder. Su padre, un emprendedor casi siempre arruinado, le registró con el nombre de Samuel y su madre le añadió el de Billie. En 1927, Samuel Billie Wilder se fue de Viena a Berlín y borró de sus papeles el Samuel, nombre que allí comenzada a tener resonancias peligrosas. En 1933 se unió a la desbandada de judíos creada por la subida de Hider al poder, se instaló en París y luego en Hollywood, donde americanizó Billie en Billy. Hoy, pese a tener en la cabeza hormigueros de ideas, es desde hace quince años un jubilado forzoso en el oficio de escribir y dirigir películas, que le convierte en el último gigante vivo de la historia del cine.

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A su manera

Hace quince años, en 1981, Billy Wilder tenía 75, y dirigió Aquí un amigo, escrita al alimón con I. A. L. Diamond -que sustituyó a Charles Brackett como coescritor del grueso de su filmografia- con el que compartió una docena de guiones, entre ellos El apartamento, Con faldas y a lo loco, Irma la dulce, Bésame tonto y otras obras insuperables.La película, como la mitad de las más de 200 que se ruedan cada año en Estados Unidos, no ganó dinero. Pero tampoco lo había ganado Fedora, realizada tres años antes, y este fatal doblete de improductividades sentenció a muerte el destino profesional de un gigante del cine, cuyo ingenio había proporcionado a los estudios californianos -desde que en 1938 se incorporó a ellos como guionista nada menos que de La octava mujer de Barba Azul, Medianoche y Ninotchka, en una tacada de inspiración- cantidades ingentes de ganancias en efectivo y abrumadoras en el menos tangible, pero no menos efectivo capital de la credibilidad universal.

Varado en el tiempo

El sistema de avales y pólizas de seguros con que los despachos de ingeniería financiera que gobiernan los entresijos de Hollywood deciden sus inversiones, dio por hecho que Wilder estaba ya viejo y que por consiguiente no les era rentable. Y el torrente de una e las imaginaciones más originales y fértiles de este siglo fue cortado en seco, pese a que durante la dé cada que siguió el viejo cineasta ofreció a los estudios media docena de proyectos que, quienes tuvieron acceso a ellos -como Vincent Canby, que así lo escribió en 1991 en una de sus columnas en el New York Times dedicada a la retrospectiva de la obra del olvidado cineasta que organizó el Lincoln Center -afirman que entre ellos hay esbozos muy elaborados y avanzados de películas y algunos de ellos con evidentes rasgos de originalidad y vigencia, como la que conserva lo mejor de su filmografía, a estas alturas convertida en una de las aportaciones fundamentales de Europa al clásicismo de Hollywood.Los últimos quince años de la vida de Wilder se concentran en un terco, permanente e incluso optimista, pero finalmente infructuoso, esfuerzo para volver a escribir películas -en estos años le han dado únicamente trabajos de lectura y de supervisión de guiones ajenos, sin derecho a entrar en los títulos de crédito- y dirigirlas. Y todo indica que, mientras cumplía sus estrictos horarios personales, encerrado horas y más horas en un despacho de la United Artists, en el bulevar de Santa Mónica de Beverly Hills, ha estado durante muchos años en perfectas condiciones mentales y físicas para hacerlo.

No ha tenido Wilder la fortuna o las redes de influencia -lo que probablemente proviene de las enemistades que le granjeó su pasión por la independencia y su demoledor ingenio iconoclasta, que no deja títere con cabeza cuando dispara su temible capacidad de ridiculización- de otros viejos cineastas con más suerte que él, como Josef von Sternberg y John Ford, que pudieron hacer un filme tras su jubilación; Fritz Lang, que logró hacer dos; y Akira Kurosawa, que hizo cinco.

Quienes visitan al, desde hoy nonagenario, artista vienés en este su, varado en el tiempo, despacho hollywoodense se encuentran , además de una parte de su, al parecer valiosísima, colección de pintura contemporánea, huellas del esplendor que, con once dólares en el bolsillo, aportó este europeo -como tantos otros a la gloria de Hollywood. Además de bloques de folios grapados con proyectos de sus películas sentenciadas a muerte, hay allí- cuenta Hellmuth Karasek, que recopiló sus recuerdos en el apasionante y divertidísimo libro Nadie es perfecto- una estantería con los volúmenes encuadernados de los manuscritos de sus 38 guiones rodados. Sobre ellos, están alineados sus premios en los festivales de Cannes, Berlín, Venecia y Helsinki; y bajo ellos ellos, en otra estantería, una hilera con las seis doradas estatuillas del tío Oscar que se ganó a pulso escribiendo y dirigiendo películas que se seguirán viendo cuando vuelva a cumplir otros 90 años y es seguro que allí siga, como siempre charlando por los codos, la sombra de Wilder.

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