1936
Sobre la mesa de cristal, el escritor portugués José Saramago tiene en Lanzarote, abierto siempre por páginas distintas, el libro que contiene todas las poesías de Ángel González. El miércoles pasado esa devoción coincidió en el jurado multitudinario que concedió el Premio Reina Sofía y ese lector tuvo ocasión de votar por su poeta. Es el año de Ángel González y se lo merece. Hace poco le hicieron académico, y él recibió la noticia como si le pasara a otro; este nuevo acontecimiento de su vida común le tomó recitando con Mario Benedetti, precisamente en el Palacio Real, donde muchísimos escritores se reunían para discernir sobre el premio más importante de la poesía española. Luego Ángel se fue a celebrarlo con muy poca gente al lado de la casa donde vive cuando vuelve a Madrid y donde dice que le reciben con alborozo las cucarachas.Lo hemos dicho algunas veces. Es un hombre entrañable al que la vida ha convertido a su pesar en un trasterrado melancólico que, cuando vuelve, se encuentra siempre con el recuerdo de la desolación. Ya le falta casi todo el mundo. A veces, por las tardes, cuando el tiempo le lleva de la mano por los lugares del Madrid que siempre quiso, debe sufrir la impresión de que aún están sus compañeros, pero la evidencia siempre llega, cruel como el horizonte.
Siempre fue así en su vida de niño y de poeta. Ahora está escribiendo, para ordenar el origen de esa desolación, sus recuerdos de 1936, el año en que este país sufrió el tajo más brutal y donde él empezó a tener la constancia lenta e inexorable de las muertes, la sombra impertinente de la despedida. Cuenta siempre, aunque no esté en sus poemas, que su principal recuerdo de la guerra es el de la muerte de su maestro de guitarra, en Oviedo, en plena calle, cuando comenzaba la guerra civil. La memoria del niño ya definitivamente dañada por la metralla del odio. Para que él se llame Ángel González tuvieron que pasar muchas cosas, y pasó esa guerra terrible que comenzó cuando más calor hacía; esos estúpidos cargando los fusiles en medio del sol, del sonido de las chicharras y de la indiferencia reverberante del paisaie en verano.
Como si la casualidad actuara en golpes de teatro como querían los del movimiento pánico, hace una semana nos encontramos en el Archivo Max Aub de Segorbe con el manuscrito de La gallina ciega, y allí, en la primera página de aquel escrito desordenado, tierno y terrible del gran miope, escrito a mano por el propio Max, como si fuera un subrayado, el nombre de Angel González; era la crónica del reencuentro de Max Aub con la tierra que nunca debió haber perdido, su voluntad de rescatar el tiempo que truncaron los fusibles y que llevó al exilio y al olvido a tanta gente extraordinaria que luego miró desde allá esta colina como si fuera mentira. Max fabuló lo que tantos: ¿y si no hubiera existido 1936? Antonio Muñoz Molina prepara para el próximo 16 de junio su discurso de ingreso en la Academia de la Lengua y se sabe que versará sobre el afán de Max Aub de restituir la memoria como si ese mar de sangre que la interrumpió hubiera sido sólo una alucinación de verano.
En medio del calor de Segorbe, ante aquella página en la que Max Aub habla de Ángel González y de la España del reencuentro, nosotros también pensamos en 1936, como el poeta y como Max. Segorbe es una ciudad romana de Castellón, uno de cuyos alcaldes, Miguel González, se empeñó un día en adoptar a Max, darle patria de nuevo, territorio y casa. Y ahora esa fundación que se creó para respetar a Max y divulgar entre los viejos y los jóvenes su figura se convierte también en un recordatorio de amor por los que de una u otra forma sufrieron la terrible daga del 36, debieron exiliarse o callar y tuvieron siempre en la mirada cansada de los poetas la memoria de un fusil acabando con la vida de un hombre que te había enseñado a tocar la guitarra.
Babelia
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