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DESAPARECE UN POETA DEL PENSAMIENTO

Un poeta cristiano

José María Valverde apareció jovencísimo, a los 19 años, en la poesía española con un libro de rara madurez: Hombre de Dios. No tenía edad para haber participado en los desastres de la guerra civil pero su precocidad y su educación tradicional lo situaron al lado de los tres mejores poetas que dio el franquismo: Leopoldo Panero, Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco.Con ellos se decantó hacia una poesía cristiana, que, descansaba en los valores de la fe religiosa pero que se fundamentaba estéticamente en algunos de los postulados poéticos más exigentes de nuestro tiempo, en especial en la poesía rilkiana (que Valverde tradujo con maestría) y en el Machado de Soledades. Se trataba de poetizar la experiencia vivida (tal como defendía el Rilke de Los apuntes de Malte Laurids Brigge), la memoria de lo vivido, a través de algunos temas centrales: la familia, Dios y el paisaje próximo al poeta.

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Los cuatro hicieron esa poesía no sólo con decoro sino también con calidad. De esos años cuarenta son Escrito a cada instante, de Leopoldo Panero; La casa encendida, de Luis Rosales; Continuación de la vida, de Luis Felipe Vivanco, y Hombre de Dios y La espera, del propio Valverde. El implacable Castellet, capaz de desterrar de su antología (1960) a Juan Ramón Jiménez, fue insólitamente laudatorio con todos ellos. En la otra orilla, sí, estaban Otero, Hierro y los demás poetas del desarraigo. Pero el rigor poético los unía.

Menos confesional

El hecho es que algunos poemas valverdianos de la época, como el Salmo de las rosas o Elegía del cuerpo se difundieron mucho. Valverde ahondó luego en su cristianismo -creo que su estancia en Italia fue importante al respecto- y evolucionó hacia una poesía menos confesional, más crítica, más realista, que culminaría en Ser de palabra y en otros poemas ulteriores, hechos de desengaños, perplejidades, desencantos y abrumaciones y, también, atravesados por una resuelta toma de partido a favor de los pobres de este mundo.El tono del adolescente conmovido ante la creación ("Oh rosas [...] ya venís, como siempre, a reposar mi angustia / con vuestro testimonio de que Dios no me olvida") ha desaparecido; en su lugar el poeta fustiga, increpa, se conduele; el antiguo creyente duda: "Y pregunto hacia la tiniebla: / ¿por qué nos has abandonado?"'. Pero las primeras raíces seguían vivas en este poeta cristiano. De ahí los versos, de gesto profético, que cierran uno de sus poemas postreros: "Tendrá al final que haber quien nos reúna / a todos en un fuego de perdón".

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