_
_
_
_
Tribuna:TRAVESÍAS - ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Recuerdo de la muerte

Antonio Muñoz Molina

Mientras en la plaza de Las Ventas continúa la hecatombe taurina de todos los años con una perfecta regularidad de matadero industrial, en la galería de exposiciones de la Fundación Mapfre se puede asistir a otra celebración española de la muerte, menos sangrienta y sin duda mucho menos multitudinaria, pero a veces igual de sobrecogedora, tan poblada de calaveras como un osario o como los retablos de una iglesia barroca, de calaveras que parecen sonreír con una carcajada de ultratumba o que tienen un aire tremendo y mineral de calaveras fósiles, de grandes cráneos prehumanos desenterrados en una excavación de paleontología fantástica. Nunca como en estos últimos tiempos la muerte ha tenido en el cine y en la televisión una presencia más obsesiva y grosera: pero es siempre una muerte trivial, hecha simultáneamente de pornografía y de frivolidad, de moda histérica y sadismo. Al mismo tiempo que la primera juventud se establece como paradigma publicitario de todo, lo mismo de la literatura que de los anuncios de bebidas, la muerte pierde su presencia y su amenaza real: la muerte es lo que les ocurre a algunos personajes secundarios de las películas, a víctimas despojadas siempre de identidad y de glamour, sobre todo si son las víctimas de esos asesinos en serie que ahora están tanto de moda, y que se han convertido en los héroes culturales de la imbecilidad contemporánea.Envejecer y morir son cosas ridículas que les suceden a otros. La agonía lenta de un toro en una plaza forma parte del mismo espectáculo irreal y lejano que el degüello de un fugitivo en Liberia o que un delirio de matanzas y sangre escenificado por esos genios indiscutibles no ya del cine, sino de la civilización contemporánea, que son Quentin Tarantino, Robert Rodriguez o el más siniestro y cínico de todos ellos, Oliver Stone. Pero uno viaja al Madrid remoto de los rasca cielos, al Madrid norteamericano de los centros comerciales subterráneos y los ejecutivos más veloces, y en el lugar más inesperado encuentra de nuevo la presencia de la muerte antigua y la obsesión barroca por las mentiras y las vanidades del mundo: en un Madrid frigorífico, entre obsoleto y futurista, en un laberinto de pasos subterráneos, de tiendas de lujo, de cafeterías siempre un poco extraterrestres, Fernando Huici ha organizado una exposición en la que lo mejor del arte español del siglo está mirado a través de la celebración arcaica de la calavera y de las postrimerías, de la evidencia más antigua que, sin embargo, resulta siempre la novedad más inusitada: en palabras quevedescas de Borges, "el horrendo dictamen de que todo es del gusano".

Las sombras de Valdés Leal, de Ribera, de Pereda, de Sánchez Cotán, se prolongan intactas en el mejor arte español del siglo XX. Como un severo paréntesis enmedio de los shopping malls de Madrid, Fernando Huici ha ideado un catálogo y un almacén de representaciones del despojo humano, una galería espléndida y macabra de calaveras: calaveras pintadas o esculpidas, calaveras de plástico, de bronce, de tinta y de papel, calaveras terribles de pudridero eclesiástico o de máscara de carnaval.

Aquí la muerte no es una broma para que se parta de risa un niñato con el cerebro reblandecido y con la boca pastosa de palomitas de maíz. En Gutiérrez Solana, en Picasso, en Antonio Saura, en el Equipo Crónica, la muerte tiene una amenaza de carcajada y de guadaña y un pavor de epidemia, como en una danza medieval o en un cuadro del Bosco o de Brueghel, o como en un temible noticiario nazi de los años treinta. Eduardo Arroyo, en un cuadro de 1967, representa la España franquista como una masía de Miró tomada por la muerte, con la horca asomando por esas ventanas altas de las casas de campo donde cuelgan las poleas, con la tierra de labor sembrada de pistolas, de insignias nazis, de periódicos cuyo título es mejor no recordar. En una escultura o poema visual de Joan Brossa la muerte es una calavera atravesada por un clavo que sujeta también el ala satinada de un sombrero de copa: parece que el muerto nos da la bienvenida o nos dice adiós alzando anticuadamente el sombrero, con una cortesía fúnebre de calavera de. Fred Astaire. El cráneo invertido de Antoni Tàpies es una presencia tremenda, con algo de fósil y de bloque de tierra, de cabeza amputada y volcada de ídolo con una taladradura de tornillo en la sién que parece la huella de una trepanación ritual o el orificio de un disparo. Hay otro cráneo, de Miquel Barceló, una forma de bronce que sugiere con idéntica fuerza lo vegetal, lo mineral y lo animal, con oquedades de calavera de res y fibrosidades de tubérculo, de raíces recién sacadas de la tierra. La Mesa digestiva de Barceló es ella sola un supermercado y uno de esos desaforados bodegones belgas en los que se amontona todo con una proliferación de almacén de mayorista: las vacas degolladas, los racimos de aves, el pescado, las hortalizas y las frutas, los libros, los paquetes de cigarrillos, todo sumado en el gran vertedero de la abundancia y de la digestión, de la putrefacción y la basura.

"Y no hallé cosa en que poner los ojos", dice Quevedo, "que no fuera recuerdo de la muerte". Pero la conciencia de la muerte y el pavor y el respeto hacia sus potestades también empuja hacia una celebración irónica y apasionada de la vida. En la galería de la Fundación Mapfre no hay nada que no sea un recuerdo de la muerte, pero hay muchos testimonios de rebelión y de irreverencia contra ella, de burla y escarnio contra su solemnidad y vindicación de los placeres comunes de la vida. Basta mirar ese misterioso bodegón de Angeles Santos, pintado en 1930, Lilas y calavera: una mesa austera, con platos de barro, con una copa, con una botella, con un cuchillo y un pan, con un ramo de lilas, con la parte delantera de un cráneo. Hasta ayer yo desconocía la existencia de esa pintora admirable, que junta la disciplina del cubismo y el claroscuro barroco, el recuerdo de Sánchez Cotán y el de Cézanne. Ya parece imposible que alguien haya sabido mirar con tanta delicadeza y respeto la cotidianidad idéntica de la muerte y la vida.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_