La ley de la ciencia, diez años después
La ciencia está protagonizando el siglo XX. Unánimemente, se considera que la ciencia y la tecnología han sido fundamentales en el desarrollo social y económico de nuestro siglo, y han aumentado los conocimientos y elevado el nivel de vida de los ciudadanos, erigiéndose en protagonistas de la denominada sociedad del bienestar.Para que la ciencia continúe avanzando hacia las fronteras del conocimiento es necesario crear un entorno adecuado y dotar a los científicos de la financiación y la infraestructura necesarias. Nuestro país, por primera vez en su historia, promulgó una ley que permitió definir las líneas prioritarias de actuación en materia de investigación científica y desarrollo tecnológico, programar los recursos y coordinar las actuaciones entre los sectores productivos, centros de investigación y universidades. Era la Ley 13/86, de 14 de abril, conocida como la ley de la ciencia, y cuyo décimo aniversario celebramos estos días.
Esta ley puso orden y racionalidad en un sector que estaba regulado por normas muy arcaicas, algunas anteriores a la guerra civil y otras de los primeros tiempos del franquismo. Además, la ley creó instituciones y mecanismos (como la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología, la Secretaría General del Plan Nacional de I + D, la Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva, etcétera) que han permitido llevar a cabo una política científica coherente y rigurosa en los últimos 10 años.
Me parece particularmente destacable el esfuerzo que se ha hecho en estos últimos años para integrar nuestro sistema de I + D con el de la Unión Europea.
Los retos más importantes que, en mi opinión, tiene planteados el sistema español de I + D son los siguientes: tamaño (entendiendo por tal el número de científicos y tecnólogos) todavía insuficiente, desproporción entre un sector público potente y un sector privado menor, y escasa vertebración entre la base científico-tecnológica y el entorno productivo del país.
A pesar del crecimiento de los últimos años, el tamaño del sistema español de I + D, especialmente en el sector privado, es todavía insuficiente, y también lo son las inversiones. Será, pues, consecuente insistir y exigir del Gobierno que se forme, que se siga apoyando el sistema español de I + D para que éste adquiera el tamaño que necesita un país como el nuestro y se evite un retroceso que sería quizá imposible recuperar.
En cuanto a la (in)vertebración entre la base científico-tecnológica y el sector innovación-producción, la clave está, probablemente, en una política europea de fomento de la innovación.
En todo caso, y volviendo de nuevo a la ley que cumple años, quizá ha llegado el momento de revisarla y desarrollarla. Los retoques no tienen por qué ser muy profundos, pero, sin duda, deberían afectar a aspectos como un pacto presupuestario que permita planificar con un horizonte de varios años, una mayor coordinación presupuestaria, una mayor operatividad de la Comisión Interministerial de Ciencia y Tecnología, un desarrollo de la política de personal de I + D, una mayor implicación del Parlamento en las actividades de I + D, una mayor flexibilidad de gestión de la I + D en los centros públicos y un mayor esfuerzo en proyectos comunes entre el sector público y el privado. Todo ello redundaría, confío, en un sistema de I + D más efectivo y dinámico, capaz de generar crecimiento económico y, en última instancia, empleo neto.
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