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Supersticiones

En la primavera de 1929, el poeta catalán Salvador Espriuasistía a los desfiles procesionales de la Semana Santa de Se villa. Nunca los olvidaría; 40 años después afloraba su re cuerdo a los versos de su gran libro Setmana Santa: "Per la boira / de freds carres, imatges / amb galtes on lliúa / a la claror dels ciris / parat vidre de llágrimes" ("Por la bruma / de frías calles, imágenes / con mejillas donde lucía / a la claridad de los cirios / quieto vidrio de lágrimas"). Era, claro, el mismo Espriu que durante el silencio de la dictadura dejó oír su voz a favor de la libertad para Cataluña y para España, Sefarad en su lenguaje. No está de más recordarlo (y podría haber invocado otras voces) ahora que algunos dan en con denar el llamado fanatismo folclórico-religioso de Andalucía, la persistencia de las supersticiones, como si sus deficiencias sociales y económicas tuvieran sus raíces, o tina de ellas, en las teorías de nazarenos e imágenes dolientes que dentro de unos di ' as comenzarán a transitar sus calles y sus plazas.Lo primero que se impone para un análisis correcto de la cuestión es la necesidad de una percepción histórica y cultural precisa y rigurosa: la Semana Santa de Andalucía en su modelo central y originario sevillano no es barroca, en sentido estricto, sino romántica. Fue en el siglo XIX, años después de la invasión napoleónica, que arrasó el patrimonio de las cofradías históricas y, coincidiendo más o menos con la expansión de la sensibilidad romántica, cuando se produjo un movimiento de recreación de las formas barrocas, que cristalizó en su endulzamiento, en la conversión, en suma, de una fiesta de expiación en fiesta ritual de la resurrección. Basta ver las ilustraciones anteriores al XIX que muestran a una Macarena luctuosa y severa sobre andas despojadas de exornos y cotejarlas con la espectacular transformación, que la célebre imagen -su vestido, su exorno, su paso- experimenta a partir de la segunda mitad del siglo en un incesante movimiento de cambio que llega a nuestros días. Es entonces cuando los cuerpos de nazarenos comienzan a hacerse populares, olvidando gradualmente sus relaciones con las clases nobiliarias y los gremios profesionales. Ésta es la fiesta que se hace universal y que poco tiene que ver con la lucha de clases, como quiso decir en El momento de la verdad el cineasta italiano Francesco Rosi y trató de señalar el desaparecido Alfonso Grosso en su novela El capirote, donde un represaliado del franquismo agonizaba como costalero bajo un paso sevillano. Hoy, por cierto, la mayoría de los costaleros pagan por llevar los pasos, un modo sutil de explotación. Los estudios antropológicos más rigurosos han abundado en ese carácter ritual de las conmemoraciones andaluzas, que explica sus raíces populares profundas, de afirmación mítica y de expresión social, que trascienden, aunque no ignoran, desde luego, el discurso formal de la liturgia y el culto católicos. Hay que señalar al respecto la desconfianza con que durante muchos años los sectores eclesiales más ortodoxos han mirado las celebraciones- de la Semana Santa andaluza, conscientes de que esta fiesta genuina de la cultura popular arrastra sedimentos conceptuales y antropológicos; de difícil acomodación a la dogmática estricta. ¿Cabe explicar, dogma en mano, que casi todas las Vírgenes sevillanas sean muchachitas que con dificultad llegan a los 18 o 20 años? ¿Cabe explicar, dogma en mano, que la mañana del Viernes Santo sea en Sevilla la mañana más alegre del año?

La superstición es otra cosa. Una ciudad, unas ciudades, de las que se enseñorean millares de personas, que las recorren de un extremo a otro, sin que se registre ningún incidente, sin que la policía tenga que comparecer, son en realidad ejemplos sumos de modernidad. Ni superstición ni fanatismo: expresión libre de ciudadanía y afirmación de esperanza, que un poeta laico como Jorge Guillén no dudó en exaltar en un gran poema de Cántico: "Pueblo, compacto pueblo en ejercicio / de salud compartida...". La superstición y el fanatismo hay que buscarlos en algunas calles, barrios o pueblos de Madrid -por ejemplo- donde adolescentes turbios de cabezas rapadas y gestos insolentes enarbolan decrépitas banderas de terror. Las Vírgenes niñas de Sevilla, rodeadas de cirios y de flores, son una dulce señal de que la primavera ha llegado para vencer a la muerte.

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