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Crítica:CINE - 'PENA DE MUERTE'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Muerto andando

El abominable rito -que despertó la pesadumbre de Herman Melville y le hizo decir que la civilización es un estado avanzado de la barbarie- de la pena de muerte no entró muchas veces en la pantalla. Vulneraron el tabú viejas películas permanentes, como Una tragedia americana y Un lugar en el sol, versiones de Sternberg y Stevens de la novela de Theodor Dreiser; y King and Country y Pasos de gloria, donde Losey y Kubrick desvelan el lado militar de la salvajada. Wilder la llevó a Perversidad y fue censurado. Cayatte, Becker y Chabrol nos metieron bajo la guillotina y Berlanga (El verdugo), Rovira Veleta (Los atracadores) y Franco (Pascual Duarte) junto al garrote. Brooks en A sangre fría, Kieslowski en No matarás y Wise en ¡Quiero vivir! desempolvaron casos verídicos de este capítulo del crimen de Estado, pero en Pena de muerte asistimos por primera vez a una representación íntegra de la bestial ceremonia con que los hombres nos deshacemos de nuestras bestias.El adocenamiento de la distribución de películas ha modificado el espeluznante título original de este conmovedor y vigoroso filme: Hombre muerto andando, y lo ha privado del inaudito grito letánico con que un guardián de la cárcel inicia la fase final -el condenado entra en el corredor sin retorno- de una ejecución en la penitenciaría de Louisiana, en EE UU.Ninguna minucia ha pasado Tim Robbins por alto del testimonio de la monja Helen Prejean sobre la ejecución de Matt Poncelet, a la que asistió y posteriormente narró con todo detalle. Incluso actos tan obscenos que parecen imaginarios de puro grotescos -ese grito del guardián o, más asombroso aún, la posición de crucificado que ha de adoptar el condenado instantes antes de que le inyecten la muerte- son partes de una rutina burocrática y como tal están en pantalla. La exactitud documental del filme es enteramente fiable: lo que vemos es lo que ocurre, pero en la ejecución de Poncelet ocurrió algo más, la intromisión en ella de una mirada turbada que -como la de Melville- percibió súbitamente la atrocidad que encubre este civilizado crimen legal.

Pena de muerte

Dirección y guión (basado en el libro de Helen Prejean): Tim Robbins. Fotografía: R. A. Deakins. Música: D. Robbins. EE UU, 1995. Intérpretes: Susan Sarandon, Sean Penn. Madrid: Palacio de la Música, Cid Campeador, Acteón, Roxy, Aluche, Cartago y, en V. O., Ideal.

Para representar con capacidad de captura un documento de este desgarro a través de una ficción, Robbins acude a una sagaz argucia: sentimentaliza -con pudor, pero con pasión y nitidez- la relación entre el condenado y la monja e introduce en la tarea de consuelo de ésta un doble crescendo de intriga emocional: el progresivo desciframiento por la mujer de la bestia que este hombre común oculta y, una vez revelada esta, el progresivo desvelamiento de la humanidad que se agazapa detrás de esa bestia. El cruce y la suma de ambos acordes conduce a representar un apasionado esfuerzo de conocimiento mutuo entre un hombre y una mujer y por tanto a introducir a ambos en la dinámica de un relato de amor.

De ahí la fuerza de contagio que Robbins imprime al filme, pese a su visualización del crimen desencadenante, ingenua porque la imaginación del espectador va más allá de donde llega la pantalla. Tal fuerza es multiplicada por la verdad con que representa la cara y la cruz del dolor creado por el condenado; y del choque entre ambas lados de la moneda salta la evidencia de que en su ejecución hay un desajuste temporal y lógico (que destruye el nexo causa-efecto) entre la muerte que Matt Poncelet causó y la que va a padecer.

Sólo dos intérpretes de enorme y generoso talento pueden afrontar un tu a tu de esta complejidad y riesgo sin quedar atrapados por la impotencia ante la envergadura de lo que representan. Pena de muerte gravita en el casi imposible tu a tu de dos rostros fuera de norma: Susan Sarandon y Sean Penn no sólo están a la altura de su tarea, sino que van más allá de los límites de su oficio y lo ejercen de forma sobrecogedora, creando uno de los más hermosos duos de rostros que se han visto en una pantalla en muchos años.

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