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TRAVESÍA

Antonio Muñoz Molina

El día de la bestiaEn la noche del 24 al 25 de diciembre de 1995, un cura determinado y bondadoso que acaba de llegar del País Vasco, con sotana y boina ancha, con andares resueltos, con una mirada de mansedumbre o de pavor, recorre las calles más oscuras y las pensiones más sórdidas y las perspectivas más alucinatorias de Madrid en busca del Anticristo, que según sus cálculos de teólogo y cabalista de la Universidad de Deusto va a nacer esa misma noche, como un reverso blasfemo de la Natividad de Jesús. Una buena película depende en gran parte de un punto de partida, de una imagen primera en la que se engendre todo, de un arranque poderoso, prometedor, inusitado: desde las primeras imágenes de El día de la bestia uno siente en la butaca del cine esa trepidación casi física del comienzo, un empuje tan enérgico como el de un tren que acaba de arrancar, y al que el viajero se abandona con la felicidad de ser llevado, con el gusto de una pasividad también muy parecida a la del lector, que sin hacer nada, echado en un sofá, abre un libro y se dispone a emprender un viaje al centro de la Tierra.

El día de la bestia es el viaje de un alma bondadosa en busca de la cara horrenda del mar, la travesía de un inocente por los subsuelos infernales de una capital nocturna, por la pobreza, por el terror, por la desolación de los extraviados y los abandonados, una mirada de asombro hacia la noche de Madrid, hacia sus arquitecturas de belleza y espanto, y hacia la consistencia material y táctil de las cosas. En el color de la película parece que encontramos el olor caliente de los respiraderos del Metro, que es siempre una primera sensación muy poderosa del provinciano recién llegado a Madrid, y que tocamos la textura miserable de la colcha en la cama de una pensión, los cartones y los harapos que envuelven como mortajas a los indigentes tirados en la oquedad de un zaguán. Olemos a gasolina quemada y a asfalto en noche de mucho frío. En El día de la bestia, mientras permanecemos sentados confortablemente en nuestra butaca, en el sitial magnífico de nuestro anonimato de espectadores de cine, nos hallamos perdidos y agobiados en medio de la furiosa multitud que inunda las calles céntricas y los grandes almacenes en un paroxismo colectivo de compras de regalos, y nos aturde como una desgracia la omnipresencia de las bombillas de colores y los villancicos, y de pronto alzamos los ojos en la plaza de Callao y vemos con el mismo asombro de la primera vez la proa espléndida del edificio Carrión, su racionalismo temerario, su modernidad romántica e inalterable, coronada de luces, de los colores espasmódicos del anuncio de Schweppes, resplandeciendo contra un cielo de turbulencia invernal.

Lo que admiro de Alex de la Iglesia, aparte de su entusiasmo de contar, es el amor por las imágenes, el puro instinto de visualidad que hay en cada plano de su película, la capacidad de percibir la poesía de los espacios y de las arquitectos, de usarlos no como escenarios simples de la acción, sino como atributos de ella, como retratos urgentes de una ciudad y símbolos de lo que pesa sobre nosotros y nos acecha y no puede verse, no porque no alcancen descubrirlo los ojos, sino porque no nos atrevemos a mirarlo.

El día de la bestia es una película de acción y una película de risa, pero su desenvoltura de comedia, su puro entusiasmo por las trampas visuales y las intrigas folletinescas del cine, también contienen una intuición muy severa acerca de algo a lo que la conciencia progresista no sabe enfrentarse, algo que nos da más miedo porque no somos capaces de explicárnoslo, no la existencia católica del demonio, sino la del mal, el hecho de que haya personas dedicadas a construir el infierno en la tierra, a dañar y aniquilar a otros seres humanos. La conciencia progresista, la imaginación laica, repudian por instinto la idea del mal, le buscan enseguida explicaciones psiquiátricas, coartadas sociales. Pensar que la destrucción Pueda ser un impulso humano nos resulta una idea intolerable: no podemos aceptar plenamente que haya monstruos, no víctimas de la locura, sino seres perfectamente en su juicio que matan y organizan y administran la muerte, que por diversión se reúnen una noche y salen a cazar mendigos, por ejemplo, a apalearlos o a rociarlos de gasolina para prenderles fuego, no lo podemos aceptar sin el riesgo de ser contaminados de algún modo por la evidencia de que esos monstruos son nuestros semejantes, y de que lo que los impulsa de verdad no es una ideología ni un trastorno psíquico, sino una voluntad deliberada de causar el mal, de dominar y robar a los otros, de hacerles daño, de pisarlos.

El día de la bestia muestra el mal en el tenebrismo cruel de la noche de Madrid, pero también en la imbecilidad sonriente de los televisores, en un parpadeo de noticiarios sin volumen por los que desfilan algunos rostros de celebridades usuales, emisarios del mal dedicados a las misas negras de la corrupción, a los aquelarres de la especulación financiera y el crimen. La Bestia no siempre exhibe un testuz negro de macho cabrío, una cornamenta de pintura negra de Goya: la Bestia puede llevar jersey de cuello alto, pelo engominado y gafas de sol de señorito fascista, los círculos del infierno pueden haber sido edificados en una ciudad en virtud de los designios de los planificadores y de los especuladores. Mirando los perfiles brutales de las torres de KIO, su insensato exhibicionismo de soberbia y vulgaridad, de toda la soberbia y la vulgaridad y la locura financiera y la codicia de los años ochenta, Alex de la Iglesia parece coincidir con unas palabras de Chesterton de las que yo me acuerdo muchas veces: en el confín del mundo hay una casa cuya sola arquitectura es malvada. Pero para encontrarse cara a cara con el mal el cura cabalista y peregrino de la película no hubiera tenido que ir al fin de mundo de las torres de KIO ni esperar al 25 de diciembre. En Madrid, el día de la bestia fue el 12 de diciembre de 1995, y sucedió en una calle de Vallecas, entre la humareda y los escombros y los cuerpos destrozados por la metralla terrorista, por la irrupción súbita y aniquiladora del mal, no a medianoche, sino a la plena luz del día, en medio de las vidas comunes de los inocentes.

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