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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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El día más cruel

Juan Cruz

Son como los Millán Astray de la nueva vida, han envuelto de humo y de pólvora el grito contra la inteligencia y han encapuchado de ruido y de furia el grito a favor de la muerte. Son el coro negro que dispara riendo, mirando desafiantes a los testigos mudos del horror. Luego pasean la pistola como si fuera la nueva palabra encontrada en el desván de una herencia que también mató de melancolia a don Miguel de Unamuno. Son como aquellos imbéciles que escribían, cuando el fascismo ganó la guerra y sembró de exilio y tragedia la memoria de este país, que la espada de Franco ha bía sido capaz de acabar en España con el pensamiento de Kant. Han conseguido que la vida se parezca al miedo y han hecho para eIlo lo mismo que los nazis y que todos los gemelos de su barbarie: desprecian la vida, ignoran lo que hay de veras dentro de esa palabra concreta, individual y perfecta, encerrada en sí misma; la palabra vida, con toda su carga de pensamiento y de futuro, la palabra que sirve para respirar con los demás, para amar y para despedirse en paz.Un español como tantos españoles muertos al final de una pistola que tiñe de viscosidad la atmósfera de un día cualquiera, elegido al azar y con detenimiento por una organización cuyas siglas suponen ya la pesadilla, central de muchísima gente que, como en los tiempos más crueles del franquismo, mira en los recovecos del portal por si no es el lechero el que hace sombra en. el rellano. Este español que han matado ahora era, además de todas las biografías que han merecido al calor desolado de la muerte, un lector, un espectador, un pensador paciente que hizo de la duda -de la duda sobre lo que pensaba y sobre lo que piensan los otros; la ausencia de certeza de todo demócrata- y de la tolerancia su modo de vida.

Han impregnado la vida y el pensamiento de una época, y sin duda están convocando al horror a todos los ciudadanos posibles, incluidos aquellos que desde el griterío que se ha producido en España en los últimos tiempos son capaces de justificar la barbarie gritando también, como cuando llueve, que la culpa es del Gobierno, puerco Gobierno. Lo reclamaba Julio Cortázar, no se culpe a nadie, y se puede decir ahora: esa culpa total que está detrás del gatillo está en los dedos que aferran el gatillo y disponen de la vida ajena desde la falacia del grito de Millán Astray: muera la inteligencia. No disparan contra el corazón, sino contra el pensamiento.

Suponen el infierno. El día en que fue enterrado don Francisco Tomás y Valiente retuvimos dos imágenes, una en los aledaños del Tribunal Constitucional, en Madrid, donde tenía efecto el funeral, y otra, al atardecer, en la calle. En la primera, un hombre digno, con la mirada perdida, como si en sus ojos acuosos vivieran la perplejidad y los interrogantes, en silencio. Era el escritor portugués José Saramago. Largo rato callado ante el mar de gente sin palabras, el autor de Ensayo sobre la ceguera dijo por fin las dos únicas palabras que acaso estaban en la mente de los que se hallaban allí, mudos: qué barbaridad. Al atardecer de esa barbarie, por una calle más fría que nunca en las tardes de estos días crueles, la madre joven empuja el cochecito de su hijo de meses; el niño, aterido y envuelto en los ropajes blindados de los niños, juega feliz con una hoja seca. Una hoja perfecta, ordenada por la naturaleza para parecer eterna y estar siempre ahí, en el suelo del otoño, del verano, de la primavera y del invierno para explicarse a sí misma el ciclo de la vida. Dentro de años, mañana mismo, ¿seguirá teniendo la vida, para todo el mundo, todas las estaciones, sin que el terror la interrumpa de pronto con su hez de azar y de ignominia?

Lo decía José Hierro al hablar de Manuel Rodríguez, el español muerto en el destierro de Nueva York, tendido en las mesas frías de la funeraria de D'Agostino. Un español como millones de españoles. No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar.

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