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Tribuna
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El enigma de un genio

Hubo tres Gene Kelly. Eran distintos, incluso muy distintos, pero se entendieron a la perfección y se hicieron indisociables: el bailarín, el actor y el director. El bailarín fue un superdotado, el actor era un intérprete correcto y limitado, y el director un genial misterio.El actor no tenía gran técnica ni mucho talento, pero ni una ni otro le hacían falta. Era una simple presencia y le bastó jugar astutamente con ella para convertir su pequeña estatura física en la de un gigante del arte de este tiempo. En Melodías de Broadway 1955, Vincent Minelli, que le dirigió en Un americano en París, tributó a Kelly un cálido homenaje que lleva dentro su definición más precisa como artista. Dice el personaje de Jack Buchanan a Fred Astaire, el gran hermano flaco de este artista muerto: "No hay en escena arte grande y arte pequeño. Sólo grande. ¿Qué diferencia hay entre Edipo y Gene Kelly? Ninguna. Edipo recita en una escalera sus lamentos y Gene Kelly saca en una escalera todo lo que lleva en los pies".

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No es una fanfarronada de la magnífica retórica de Minelli asociar la cumbre de la expresión trágica con la cumbre de la expresión de alegría. Misteriosamente, ambas son fuentes que alimentan el mismo río: la escena en estado de pureza total y, gracias a tres películas mágicas -Un día en Nueva York, Cantando bajo la lluvia y Siempre hace buen tiempo-, también el rincón más luminoso de la historia del cine, ese trenzado de acordes y ritmos contagiosos que en un periodo de seis años, entre, 1949 y 1955, dio lugar al asombroso' trabajo conjunto detrás de una cámara de Stanley Donen y Gene Kelly, que dirigieron al alimón esas tres prodigiosas películas, dos de ellas consideradas universalmente entre las más bellas de todos los tiempos.

¿Qué hay en este trabajo conjunto de Donen y qué de Kelly? Ese es el misterio al que antes me referí. Un misterio que sigue completamente irresuelto y por tanto completamente vivo. Cuando se le pregunta a Donen cuál es el reparto mutuo de la creación de esas películas hechas conjuntamente, responde con la misma enigmática sonrisa ("no existirían sin Gene") que solía abrir de oreja a oreja la ironía de Kelly: "No hubieran sido posibles sin Stanley".

Estilo unitario

Hay algo que sanciona la seriedad con que expresaba este asunto este dúo burlón: los filmes musicales realizados por uno y por otro individualmente no son lo mismo. Son otra cosa. Los de Donen -el inefable y maravilloso caramelo Siete novias para siete hermanos y la delicada y preciosa Cara de ángel- son poca cosa comparados con los dos primeros que dirigió conjuntamente con Kelly. Y los de éste -Invitación a la danza y Hello Dolly- ni sombra de esas dos obras maestras compartidas con Donen.Parece deducirse de esto que hubo entre ambos uno de esos rarísimos acuerdos que se producen muy de tarde en tarde entre dos artistas de pronunciada identidad, que les convierte inexplicablemente en uno. Las tres películas que dirigieron juntos poseen un estilo tan definido y unitario que es por completo imposible discernir de quién es esto o de quién es aquello. Ninguno de los dos logré alcanzar por su cuenta, en el pequeño universo del cine, musical, lo que consiguió fundido con el otro.

Son, sobre todo las dos primeras, obras de arte insuperables, que rozan o son la perfección y que crecen a medida que nos alejamos de su fecha de nacimiento. Cantando bajo la lluvia se ha convertido en una referencia indispensable para intentar entender por dónde ha ido la imaginación en este siglo. Muere por ello con Gene Kelly una especie de vendaval de genio efímero y envuelto en un misterio que más vale que no se resuelva nunca.

Se produce así en la figura de este cineasta una emocionante paradoja: hay un rasgo indefinible en la trastienda de dos de las películas mejor definidas que ha dado Hollywood. Se tiene la tentación de pensar que es una sombra lo que segrega la luz que deslumbra las pantallas de Un día en Nueva York y Cantando bajo la lluvia. Y que el tono sereno y triste, casi melancólico de la tercera, Siempre hace buen tiempo, se debe al súbito agotamiento de un milagro creativo que no tenía más remedio, dada su energía, que vaciar pronto una energía que le rebosaba y que efectivamente se acabó allí.

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