Canto y maldición
Ha sido, es, uno de los grandes poetas rusos del siglo. Muere cuando ya no le acompaña el penoso contexto de la Rusia blanca que lo ha rodeado durante años en Occidente, que lo rodeó aún cuando la concesión del Nobel (1987). Pero antes hubo de soportar un doloroso, escandoloso proceso por parasitismo social, que lo impelió finalmente al destierro. Para entonces Joseph Brodsky era ya un gran poeta; lo siguió siendo.Tengo delante de mí, en esta hora urgida de su temprana muerte, los poemas que escribió entre 1972 y 1976, entre la fecha de su expulsión de la URSS y sus primeros anos en Norteamérica. Casi todos son estrernecedores. Así, la composición 24 de diciembre de 1971 comienza trazando la descripción callejera de una Navidad en Moscú para abismarse luego en el misterio, más antropológico que religioso, del nacimiento. Pero Brodsky era también un poeta cristiano capaz de glosar de manera ortodoxa episodios decisivos de orden religioso, según revela el magistral Nunc dimittis, paráfrasis del canto de Simeón en el Nuevo Testamento. Inspiración religiosa, sí, pero también clásica: lo proclama el poema Cartas a un amigo romano, basado en la figura de Plinio el Viejo y henchido de una antigua sabiduría que es un poco también la del poeta, a quien se ve un tanto escéptico y cansado ante. el desorden universal.
Este desorden alumbra tonos abiertamente agrios, sarcásticos cuando se proyecta sobre la historia rusa como ocurre en A un tirano, tan duro en sus cualidades de aguafuerte. Pero era también un patriota y por eso fue capaz de cantar a los héroes de la II Guerra Mundial, como en la elegía funeral En la muerte de Zhúkov, donde la emoción por la desaparición del héroe se conjuga con la exaltación de su conducta de militar indócil al sistema. Poeta de la historia pero también del desasosiego interior, las rutas amargas del destierro aceraron su palabra al servicio de una visión implacable del mundo. Así sucede en los poemas que se apoyan en lugares y paisajes -Florencia, Venecia, Londres, Cape Cod-, que se vuelven patéticos, duros y sarcásticos. Dice así la Canción de cuna de Cape Cod. "Hace raro pensarlo, pero he sobrevivido"; y: el "paraíso / es el lugar de la impotencia".
La elegía y la sátira, el canto ensimismado y la maldición, se adueñan del poema. Es el "nombre mongol" del tirano, pero es también el "festín de polvo" en el "sitio vacío" del amor. Brodsky integra los elementos más heterogéneos. Tiene la condición primordial del gran poeta: la síntesis. Le asiste otro rasgo capital: el don visionario. Posee, en fin, una última y definitiva capacidad: la pluralidad de registros. Sus versos están llenos de movimiento, de perspectivas, de horizontes: son un mundo, una totalidad. Los poemas se modulan en arquitecturas varias, pero casi siempre el diseño riguroso resulta detectable. Hay en Brodsky un clasicismo de fondo, que embrida los acentos desesperados, las pulsiones irresistibles de la soledad, el desarraigo y el vacío. Lejos siempre de cualquier concesión meramente autobiográfica, lo sustenta un talante duro, firme, que modela la silueta del sujeto poético en que el escritor se proyecta y se reinventa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.