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Tribuna:TRAVESÍAS - ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
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La Gran Muralla invisible

Antonio Muñoz Molina

Decía Borges que mucho más cómodo que escribir agotadoras no velas de quinientas páginas era hacer como que otro ya las había, escrito y limitarse a redactar un resumen o una crítica de unas cuantas cuartillas. Muchas veces, el gusto de leer críticas o reseñas de libros procede de ese principio borgiano: por desgracia, no podemos leer todos los libros que quisiéramos, e incluso hay muchos que jamás abriríamos ni sabríamos que existen, pero un buen crítico, un buen lector delegado, nos los cuenta como antes se contaban las películas, de modo que una parte de los tesoros contenidos en él pasan a enriquecernos a nosotros.En España, esa tarea del crítico como narrador no la hace casi nadie, a no ser Justo Navarro, que en los tiempos en que publicaba críticas de, novelas policiales en Abc lograba comprimir narraciones mucho más interesantes que los libros de los que trataba. En España el crítico tiende a mostrar reverencia o desdén, cuando no descarada sumisión o venenoso sarcasmo, pero casi nunca curiosidad apasionada, puro interés de lector por la materia del libro que está reseñando, sobre todo ahora, cuando la estética del videoclip se está imponiendo también en los suplementos literarios, cuyos directivos, salvo alguna anticuada excepción, tienen más interés en el diseño gráfico que en la palabra escrita.

Para leer resúmenes novelescos de libros que de otro modo no conoceríamos no queda mas remedio que buscarlos en revistas extranjeras. En unos cuantos folios, en diez minutos de lectura, uno puede encontrarlo contenido todo, desde la crónica de una exploración polar del siglo XIX hasta la correspondencia ciclópea de uno de esos novelistas británicos cuya principal dedicación en la vida no era la de escribir novelas, sino cartas minuciosas que alimentaran después de su muerte la industria próspera de la biografía y la erudición. Las revistas literarias y los suplementos españoles logran convencemos desganadamente de que casi nada tiene interés: el Times Literary Supplement o la New York Review of Books provocan justo el efecto contrario, el de volverlo todo interesante, hasta lo que en principio nos parecería más lejano a nosotros, y nos despiertan unas ganas de saber tan vigorizadoras como el apetito después del ejercicio al aire libre, una curiosidad fea no sólo por la literatura y los literatos, sino por todas las cosas que vuelven apasionante el espectáculo del mundo, la arqueología egipcia, los últimos; descubrimientos sobre la atmósfera de Júpiter, las verdaderas causas de la peste negra de 1348, las, cartas que escribían los soldados desde las trincheras del Somme en 1916, el amor entre una fugitiva judía y un ama de casa nazi en el Berlín bombardeado de 1944...

A esa biblioteca inventada acabo de añadir un libro que probablemente nunca tendré entre las manos, escrito por alguien que podría perfectamente ser un personaje de El jardin de senderos que se bifurcan: el libro se titula ¿Fue Marco Polo a China? y su autora es la profesora Francés Wood, que es una especialista mundial en la historia antigua de China, y también en el chino clásico y en el mongol. Consultando arcanos volúmenes de crónicas medievales chinas y persas, descifrando la caligrafía de los archivos imperiales mongoles, sumergiéndose en los sótanos más deshabitados de las bibliotecas universitarias de Estados Unidos, del Reino Unido y de Asia, la profesora Wood ha llegado a una conclusión inapelable: el viaje que alimentó durante siglos la imaginación europea y que creó una noción de Oriente que todavía perdura, nunca tuvo lugar. Marco Polo, cuyo libro impulsó al rey don Enrique el Navegante a enviar navíos a la India y a Cristóbal Colón a buscar por el Oeste los tesoros del gran Kan, no salió nunca de Europa, y su relato es una falsificación de tercera o cuarta mano, un zurcido de cronicones embusteros y testimonios mal contados por otros.De Marco Polo, que es tan relevante en la cultura europea, no se encuentra ni el más leve rastro en toda la abrumadora extensión de los archivos cortesanos y las crónicas que Francés Wood ha examinado en las bibliotecas de Pekín. Durante siglos, viajeros vocacionales, pero sedentarios, han admirado y envidiado lo que Marco Polo vio. La profesora Wood, para desmentirlo, anota justo lo que no vio: Marco Polo no vio, la Gran Muralla, ni la escritura china, ni la costumbre del té, ni los pies vendados de las mujeres.

¿Pudo alguien estar en China y en la corte imperial sin ver ninguna de estas cosas? Aunque la reticente Francés Wood no lo crea, es posible que sí. A principios de los años treinta, el novelista y filántropo H. G. Wells viajó extensamente por Ucrania, justo cuando la colectivización forzosa de la agricultura estaba llevando a la muerte por hambre a millones de campesinos, y sólo vio gente risueña, bien alimentada, fervorosamente estalinista. Por la misma época el hoy tan reivindicado César González-Ruano no vio en Alemania la brutalidad nazi, y durante todos los años que estuvieron funcionando los campos de exterminio ningún funcionario, ni técnico ni ciudadano alemán llegó a verlos, igual que tampoco veían los trenes cargados de judíos que viajaban hacia el Este. Sagaces dirigentes políticos españoles veraneaban regaladamente en Rumania hasta bien entrados los años ochenta y jamás vieron la menor muestra de totalitarismo ni miseria. Ahora mismo, en cierto país lejano del norte peninsular cuyo nombre prefiero omitir, por cansancio o prudencia, hay escritores dotados de excelentes dotes de observación que ven prados idílicos y abstractas luchas de principios y sin embargo no ven el chantaje diario, y el vandalismo consentido en las calles, la sangre derramada ni los cuerpos destrozados de personas inocentes. Durante años, los altos cargos del Ministerio del Interior no vieron que algunos de sus subordinados eran gánsteres...

Así que no es tan raro que Marco Polo no llegase a ver la Gran Muralla, ni la escritura china, ni las tazas de té. Lo más común es no ver nada, no fijarse en nada. La biblioteca más tremenda que puede imaginarse no es la de los libros que han sido de verdad escritos o la de los que se quemaron o se perdieron, ni la de los resúmenes de libros que uno disfruta tanto en los periódicos más civilizados. La biblioteca más grande, la más necesaria, la más temible, sería la que contuviera todas las cosas que los hombres y las mujeres han tenido delante de los ojos y no han llegado a ver.

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