Nunca estés sin un lápiz
Gabriel García Márquez viaja ahora siempre con un ordenador portátil en el que escribe las fábulas de su experiencia. En realidad, son borradores que luego corrige incesantemente con una pluma que se parece a su dedo. Como se sabe de memoria lo que ha escrito no tiene miedo al olvido, al que tantas veces la memoria electrónica somete el trabajo literario. Una vez se le extravió el disco de un libro y lo encontró enseguida; pero si no lo hubiera hallado, habría escrito de nuevo como si la máquina automática del cerebro le hubiera echado gasolina al recuerdo de las cosas imborrables, como los primeros amigos. Graham Greene era mucho más tradicional, y escribía de mañana, antes de la hora de la sensualidad y del whisky, mientras se le acababa el día sobrio y él mismo se instalaba en la nebulosa del atardecer que no está en los libros. Eran 30 líneas, más o menos, en, los días fértiles, y nada cuando los días gloriosos reclamaban memoria pura y no pura escritura.Un sabio madrileño, que vive en el dulce olvido en que a veces se instalan los sabios con memoria, Emilio Sanz de Soto, recuerda algunas de las principales manías de algunos de sus contemporáneos célebres. Paul Bowles escribía -escribe aún con rotulador fino y en penumbra, la suficiente penumbra como para, que se vieran como dibujos las letras de mosca acostadas hacia arriba con las que emborrona cuartillas compradas por los amigos que van a visitarle.
Truman Capote vigilaba que no hubiera insectos pero, prehistórico también, después de comprobar que no se movía ni una mosca en el recinto donde estuviera, se sentaba como un poseso ante la vieja máquina de escribir norteamericana, con la que había viajado hasta Tánger, y allí se ponía, metafóricamente, a oír las voces de sus tías de moño acusativo. Las tías vivían al sur de California pero le contaron todas las hitorias que luego él contó; era un imitador de voces y un imitador de gentes, y escribía hablando como sus tías, el único libro, acaso, que escribió uyendo a otros, que a sus tías, fue A sangre fría, que también lo escribió oyendo e imitando las voces de los delincuentes de aquel baño dramático. Siempre con la máquina de escribir y después haciendo aquellas correcciones magníficas que hizo de los suyos y de los manuscritos de gente como Faulkner, Cortázar, Joyce y tantos otros piezas de museo que ahora el tiempo ha colocado como los pitecantropus erectus de la escritura del siglo: ya no habrá memoria de la mano, sino olvido del ordenador. Juan Goytisolo escribe a mano, donde quiera que esté, sobre papeles rayados e impolutos, en Sarajevo, en París o en Márraquech. Guillermo Cabrera Infante se salvó de la huida impuesta gracias a la Smith Corona que tantas veces salió en sus libros y que aún convive con él como aquella célebre memoria que le mantuvo cerca siempre de la fuente de todos sus recuerdos. Juan Carlos Onetti -esto se ha dicho tantoescribía con bolígrafos que le daban igual sobre agendas que antes habían usado otros. Lo hacía acostado, naturalmente, lejos de la luz de la calle, de lado, mientras tomaba whisky clarito, como hacía Graham Greene por las tardes de Antibes. Los editores mexicanos de Carlos Fuentes le persiguieron por todo el mundo para regalarle un ordenador portátil del tamaño de su pecho, y por fin le dieron casa en Sevilla. Allí se lo entregaron, y él no confesó nunca que jamás habría de utilizarlo, él, que había escrito Cristóbal Nonato, volumen de tanto volumen, con un mismo dedo quebrado sobre una máquina de escribir tan antigua como las tías de Truman Capote. De ahí extrajo una lección que tampoco escribió nunca: la escritura queda en el papel y es memoria; el ordenador conduce a un olvido memorable, porque lo que se queda en el disco no lo oyen ni los ángeles. De hecho, este mismo artículo que ustedes leen fue escrito antes en el ordenador, y ya no existe: se está escribiendo ahora de nuevo sobre una Olivetti gris, como la que había en EL PAÍS en mayo de 1976, tantos años antes.
Pablo Neruda paró una vez en Tenerife, en 1971, y le preguntó enseguida a los amigos que habían ido a encontrarle: "¿Aquí hay tinta verde?". No se sabe que le dijeron aquellos surrealistas, pero no hay recuerdo alguno de que escribiera un verso en ese paso.
Paul Auster, el autor de Smoke (Anagrama), un escritor norteamericano que aquí descubrió hace años Juan Cueto, descubridor de tantos descubridores, acaba de revelar la razón de la vitalidad de su escritura, por qué le es imprescindible y por qué la hace con lápiz. Lo cuenta en el New Yorker de este mes. Siendo un niño de ocho años, Auster fue con toda su familia -su Padre, su madre, sus hermanos, una excursión a , un partido de béisbol a ver a su jugador favorito. Al término del encuentro, la familia se acercó al afamado deportista y Paul, desde su estatura diminuta, le lanzó al ídolo la pregunta: ¿Me das un autógrafo? Pues claro, pero necesito un lápiz. No un bolígrafo, ni un rotulador, ni una pluma, ni una uña: un lápiz. Nadie tenía un lápiz en aquel dichoso estadio, ni los hermanos, ni los padres, ni los. acompañantes adultos de aquel grandullón tenían un lápiz.
Luego no hubo autógrafo y lo único que pudo hacer el niño Auster fue llorar su desconsuelo de regreso a acasa. Pero tomó una determinación, en ese instante supremo que Albert Camus describe en El extranjero, y que hace que se pare la armonía del día, el instante en que uno puede pasar de la desgracia a la alegría o al menos a la conclusión de un tiempo muerto: desde entonces Paul Auster no estaría ni un segundo de su vida sin un lápiz a mano.
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