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Tribuna
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Ecos del 98

Todo el problema español, decía Azaña cuando aún palpitaba el recuerdo del 98, consiste en saber si será España capaz de "incorporarse a la corriente general de la civilización europea" de la que, según creencia muy compartida por su generación, habría quedado descabalgada desde el siglo XVI. Y Ortega, que veía la "sustancia española enferma hacía siglos", no había dicho por entonces otra cosa: "Para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar, es España el problema primero, plenario y perentorio". Con su característico aplomo y envidiable seguridad Ortega expresó la convicción común de sus contemporáneos en una célebre sentencia: "España es el problema, Europa la solución".Pocos años después, los intelectuales europeístas del 14 despertarían a la tremenda evidencia de que Europa no era tal solución, sino el mayúsculo problema, la tierra en la que germinaba frondoso el árbol de la Gran Guerra. Lejos, sin embargo, de considerarse a todos los efectos miembros de esa Europa, continuaron hurgando en la herida y acabaron ensimismados en su contemplación y gozando, como sus mayores del 98, del dolor de España en el debate metafísico sobre su ser. "Hace ya mucho tiempo que todo era metafísica en España", lamentaba Marta Zambrano en 1937, cuando su generación tropezaba de bruces con la realidad europea: Francia y Gran Bretaña habían abandonado ya a la República escudándose en la farsa de la no intervención y Alemania se aprestaba a batir por segunda vez los tambores de la guerra.

Con su dolor a cuestas, los españoles de aquella generación convirtieron la historia de España en "una encerrona", como escribió la misma Zambrano. Y nosotros, a quienes nos llegaba desde el exilio la última pelea sobre el ser de España y de los españoles, caímos de hoz y coz en la trampa y construimos nuestra historia prisioneros del metarrelato del fracaso español. Para los que nacimos cuando Franco ya estaba ahí, sentado de por vida, el problema volvía a ser España y la solución cruzar los Pirineos. Tan arraigado llevamos ese complejo de inferioridad que todavía hoy, con motivo de la huelga general en el país vecino, no han faltado las triviales comparaciones entre el vigor del pueblo francés -¡eso sí que es un pueblo revolucionario!- y la molicie y decadencia del pueblo español, recua de borricos a la que algún líder político y varios columnistas contemplan gimiendo por sus cadenas.

A ese sentimiento colectivo de fracaso y dependencia que arrastramos desde el 98 hay que atribuir la mueca de incrédula sorpresa con la que parte de la prensa madrileña ha recibido la designación de un español como secretario general de la OTAN y los elogios que la presidencia española de la Unión Europea ha merecido de sus colegas. En lugar de considerar estos hechos como signos de la normalidad europea alcanzada para España por una generación, la nuestra, que supo sacudirse de encima -algo tardíamente, es cierto, pero, en fin, todavía a tiempo- tanto llanto derramado sobre el problema español, los irredentos del 98 exclaman: ¿cómo es eso, un español dirigiendo la OTAN, un presidente español de la Unión Europea despedido entre unánimes aplausos?; aquí tiene que haber gato encerrado. Y no han encontrado mejor respuesta que sacar del baúl de los recuerdos el castizo argumento de la traición a España perpetrada por una cuadrilla de trileros. ¿Solana en la OTAN? Pues, claro, hombre, si es el único europeo dispuesto a dar gusto a Estados Unidos. ¿Felipe en palmitas? Faltaría más, si ha arrojado a España a los pies del caballo alemán.

Y así nos consolamos: si las relaciones con nuestros vecinos van mal, siempre habrá un pueblo español -raza de eunucos, nos definía el nunca suficientemente añorado Joaquín Costa- sobre el que cargar la culpa metahistórica; si van bien, alguien habrá cometido una innombrable traición a España. Qué cansancio, por Dios, y qué hartura de que en este fin de siglo resuenen tan altos los ayes lastimeros del 98.

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