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Minorías

Hace ya un año que en la Fundación Juan March, durante la presentación del libro, Memoria de la ética, su autor, Emilio Lledó, hacía el elogio del aristocratismo en moral. El periodista de EL PAÍS que cubría el acontecimiento destacó al día siguiente: "Lledó reclama el bien aristocráticó como garantía de cumplimiento moral" (15 de noviembre de 1994). Por las mismas fechas se publicaba en España La cultura de la queja, libro de conferencias del brillante crítico de arte de la revista Time Robert Hugues, en donde pasa revista al desorden y confusión que a su juicio, reinaba en todos los ámbitos culturales norteamericanos, desde el universitario al museístico, a principios de los noventa. El caso es que termina con un encendido -a muchos inmoderado- elogio del elitismo, reclamando para el arte "el duro trabajo de buscar la excelencia". Y añade: "La tarea de la democracia en el campo del arte es hacer un mundo seguro para el elitismo. No un elitismo basado en la raza, el dinero o la posición social, sino en la capacidad y la imaginación".Un poco después hemos, asistido a la polémica presentación del canon literario del crítico Harold Bloom, otro enérgico defensor de las jerarquías y enemigo de lo que él mismo ha llamado "escuelas del resentimiento". (posestructuralistas, crítica literaria étnica y feminista, tardomarxistas, etcétera). Finalmente, Europa ha celebrado, merecidamente según creo, el centésimo cumpleaños de Ernst Jünger, subrayado en España con la concesión de un doctorado honoris causa en Filosofia por la Universidad Complutense de Madrid en julio de este año. Este escritor nunca ha ocultado su visión hondamente individualista y aristocrática del mundo histórico.

¿Estamos ante un cúmulo de casualidades o se está abriendo una brecha en la sensibilidad igualitaria por donde se va a poder defender sin vergüenza ni culpa una forma aristocrática de entender la vida humana, tanto en lo colectivo como en lo individual? No lo sé, pero, por si acaso, convendría precisar el significado de un término tan cargado de resonancias indeseables, de tal modo que los que sintamos cierto alivio ante la hipótesis de que, en efecto, algo esté cambiando en la visión colectiva sobre el valor de lo aristocrático en determinados ámbitos del quehacer humano (además de los deportes de competición, donde nadie discute la necesidad de jerarquías y excelencias -¿por qué?, ¿porque sólo es un juego?-) no tengamos que perder demasiado tiempo aclarando que no se trata de defender rancios privilegios heredados en razón de sangre o raza, sexo, religión o determinantes económicos. No. Se trata de que la fascinación ante el valor de la igualdad no retraiga el potencial creativo de los individuos. Y más en un país como el nuestro, que mandó al lazareto durante, demasiados años- a su más grande pensador porque se le ocurrió decir- y no sólo decir, sino argumentar con elegancia y rigor- que en la historia hay minorías y hay masas, por lo que la salud y vigor de una sociedad depende de un cierto acuerdo entre unas y otras; de donde el corolario de que la vida humana en forma no puede pasarse sin excelencia y necesita engendrar minorías dirigentes. Hablo, naturalmente, del autor de La rebelión dé las masas, libro que no ha perdido un ápice de actualidad a pesar del tiempo transcurrido, que vuelve a ser estudiado y del que se prepara una nueva edición.

Nadie discutirá -nunca lo hicieron Tocqueville, Arenelt o el propio Ortega- que se pueden y deben atemperar los efectos indeseables del aristocratismo sobre determinados aspectos de la humana convivencia, especialmente los económico-sociales. Pero tan sensiblemente indigno debe parecer discriminar a los iguales en derechos (es decir,no igualar a los desiguales en sus oportunidades) como no reconocer lo que en diferencia real de esfuerzo, trabajo, inteligencia, valentía, paciencia, abnegación, gracia y belleza, funda jerarquías.

Desde el término de la II Guerra Mundial, la sociedad occidental ha vivido un divertido -divertido si no hubiera tenido dramáticas consecuencias- quid pro quo: en nombre de una praxis política rigurosamente elitista se impuso una ideología rigurosamente igualitaria en el peor sentido, protegida por una feroz censura y desvaloración, tan eficaz como perversa, de todas las manifestaciones que de suyo son aristocráticas, señaladamente las que pertenecen al ámbito de la cultura. De modo que hubo elitismo donde no tenía que haberlo, en política (entendida ahora como gestión pública de lo social), según la perspectiva democrática que hoy nadie discute, y se erradicó de la literatura, las artes, la moral, la educación y el trato humano. Hoy disminuye el prestigio de aquella ideología, pero el sentimiento de rechazo hacia lo desigual -es decir hacia las jerarquías en el ámbito de la cultura- sigue haciendo de las suyas en los sistemas estimativos de la gente.

En efecto, asistimos entre divertidos y exasperados a la dispersion y proliferación del principio de igualación o enrasamiento en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Una de las manifestaciones más enérgicas de esta nueva dictadura de la mediocridad es el fenómeno de lo politically correct, asociado a los derechos de las minorías oprimidas, que desde EE UU amenaza anegar Occidente, extraña fantasía o superstición que cree que las meras palabras tienen poder para cambiar la realidad. Pero como suele ocurrir en tiempos revueltos, los síntomas se hacen difíciles de interpretar: tanto puede ser que se trate de la última dentellada de un animal moribundo como otra de sus metamorfosis. Puede ser lo uno y lo otro, porque la confusión es extraña y, en efecto, todo da igual.

El caso es que las minorías que se sienten discriminadas aspiran a que el resto de la sociedad enmiende su situación de inferioridad mediante subvenciones estatales, no reclamando igualdad de oportunidades para todos, sino discriminando positivamente a unos pocos. Se ha acuñado este inteligente eufemismo -discriminación positiva- en razón de un cálculo tan simple como absurdo: que al oponerse a la discriminación negativa daría como saldo discriminación cero. Es discutible que una discriminación real, sea cual sea su intención moral, no surta su efecto, esto es, no se convierta en fuente de diferencias. Y esto es lo que está ocurriendo en la terca realidad, que los defensores de la discriminación positiva, en nombre de la igualdad absoluta, no sirven a otro designio que al de crear nuevas jerarquías. Sólo que no se establecerán ya entre individuos, sino entre grupos sociales, cerrados sobre sí mismos, sellados al exterior por sus señas de identidad. La libertad, que es siempre individual, sufrirá. Se reconozca o no, el juego se sigue llamando voluntad de poder. Pero termino con una observación optimista. Con lo políticamente correcto, el igualitarismo llega al amaneramiento. Es cuestión de tiempo que se produzca una reacción, si es que en Occidente queda aún un resto no de corrección, sino de vigor intelectual.

José Lasaga Medina es doctor en Filosofía.

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