El poder en el ciberespacio
NADIE SABE a ciencia cierta cuántos millones de usuarios navegan por los adentros del Internet, pero la leyenda americana dice que eran felices. Eran La base de esa satisfacción radicaba, hasta hace unos días, en que se sentían huéspedes, de un ámbito sin autoridad ni reglamentos. Ahora, un comité del Congreso ha comenzado a tomar medidas para controlar parte del contenido que se difunde en la red. Han empezado estableciendo multas sobre los materiales obscenos, pero nadie duda de que la medida es sólo el principio de una ordenación mayor.El Internet, como ya muchos saben, es una infraestructura mundial creada en 1969 por el Departamento de Defensa de Estados Unidos para conectar el Pentágono con las investigaciones militares de la universidades y grandes corporaciones. Su origen es, pues, antiguo y castrense. Su primera novedad civil empezó a registrarse en 1986, cuando la National Science Foundation estimuló el uso de la red permitiendo el acceso a todos los estudiantes a través de sus centros y agregando además cinco superordenadores. Su segunda, novedad, decisiva, se produjo en 1993, cuando para estar en Internet dejó de requerirse la pertenencia a una universidad o, empresa. La red está desde entonces virtualmente disponible para cualquiera. La consecuencia en estos tres últimos años ha sido una espectacular afluencia de individuos, asociaciones y sociedades de todo el mundo intercambiando gustos, ideas e información de toda índole.
El ciberespacio en el Internet se ha convertido, a estas alturas, en un planeta paralelo, con sus aspectos de comunidad y conflicto. Pero, además, para los norteamericanos -usuarios mayoritarios-, el Internet ha venido a reproducir el sueño de su sociedad inaugural. Una colectividad libre, múltiple, tolerante, individualista, autorregulada. El mito de una colectividad sin autoridad central y sin leyes ha creado un apego simbólico a Internet más allá de sus prestaciones utilitarias.
Para muchos, la libertad que se había perdido en el escenario real se reencontraba en el ciberespacio, las frustraciones que sectores norteamericanos han sentido ante la creciente intervención estatal en sus vidas o en sus economías las veían disolverse más allá de la pantalla, la comunicación desinhibida que impide la presión competitiva se reencontraba en el silencio del computer. Que las autoridades federales no hayan dejado hacer y que, en nombre de la mora lidad o la ley, establezcan preceptos y sanciones ha desencadenado una protesta ciudadana que han protagonizado dentro y fuera de Estados Unidos diversas entidades dedicadas a la defensa de los derechos civiles y las libertades electrónicas.
Es cierto que dentro del Internet se difunde pornografía, se estafa, se calumnia, hay propaganda violenta, medios para conseguir drogas o recetas para fabricar explosivos. El Internet, con sus millones de habitantes internacionales, tiende a comportarse con las virtudes y los vicios de este mundo. Y las autoridades, también. Después de fuertes presiones de los grupos más poderosos y conservadores de la sociedad, el Congreso de Estados Unidos ha empezado por perseguir la obscenidad. No es apenas nada. Pero en un proyecto oficial se encuentra la idea de marcar con un clipper chip cada ordenador para identificar uno a uno a todos los emisores de mensajes. Con ello, la posibilidad de escudriñar en la intimidad de los ciudadanos dispondría de un arma con categoría orwelliana. Trasladar las leyes de un Estado de derecho al estado del Internet parece razonable, pese a la protesta de los libertarios, pero éstos temen todavía algo más. ¿Quién detendrá el control absoluto una vez que el poder, después de haber entronizado su autoridad, detente las claves del ciberespacio?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.