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Tribuna:TRAVESÍAS
Tribuna
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La nacionalidad del infortunio

Antonio Muñoz Molina

Hay promesas que tardan demasiado en cumplirse. Hace casi sesenta años, en el noviembre de heroísmo y derrota de 1938, cuando la pérdida de la batalla del Ebro y el éxito diplomático de Hitler en la conferencia de Múnich descartaban ya cualquier esperanza de supervivencia de la II República, su primer ministro de entonces, don Juan Negrín, prometió la nacionalidad española a los veteranos de las Brigadas Internacionáles. Unos meses más tarde, el propio Negrín dejó en la práctica de ser no Sólo primer ministro, sino también español, y la promesa que les había hecho a los brigadistas, en el último noviembre de la guerra y de la República, ha debido esperar casi sesenta años para cumplirse.Justo ahora, cuando ya no queda casi nadie que sepa quién fue Negrín y la mayor parte de: los brigadistas están muertos son ancianos varados en una decrepitud de sillas de ruedas y camas de hospitales, el Parlamento acaba de aprobar la concesión de la nacionalidad española a los pocos héroes de entonces que viven todavía perdidos en una diáspora de vejez y recuerdos, en tristísimas residencias de ancianos de Rumania o Polonia, o en angostos pisos de suburbio donde tal vez permanecen colgadas de las paredes fotografías de hombres y mujeres jóvenes vestidos con uniformes del Ejército español y condecoraciones con el escudo y el lazo tricolor de la República .

Ahora que en España prácticamente nadie quiere ser español -es mucho más prestigioso ser norteamericano, o valenciano, o euskaldún, o andaluz-, unos cuantos ancianos dispersos por el mundo van a convertirse en compatriotas nuestros, y uno, imagina que cuando reciban el pasaporte de flexibles tapas granate esas manos inciertas de la vejez lo tocarán un poco como tocan las cosas las manos de los ciegos, con la misma nostalgia con que tocan los veterarnos las reliquias de sus antiguos sufrimientos antes de volver a guardarlas en el fondo de un cajón en el que siempre hay un olor rancio a tiempo clausurado el tiempo cruel y memorable de las guerras y de las desgracias del siglo, que sólo acabará cuando haya muerto el último de los supervivientes. En 1935, cuando los Gobiernos democráticos europeos claudicaban ante cada una de las chulerías letales de Hitler y no se dignaban formular ni la más leve protesta diplomática por las persecuciones que, ya estaban padeciendo los judíos en Alemania, 40.000 hombres y mujeres vinieron de todo el mundo para elegir en España una patria hermosa y trémula de libertad, así que al perder la guerra se quedaron casi tan apátridas como los españoles junto a quienes la habían perdido. Cualquier brigadista ruso que volviera a la Unión Soviética era automáticamente sospechoso de inclinaciones trotskistas; en Estados Unidos, los veteranos de la Brigada Lincoln llevaban consigo un . estigma de comunistas secretos; en un libró olvidado, pero todavía imprescindible, La confesión, Artur London cuenta los infiernos de interrogatorios y torturas a que podía ser sometido un antiguo brigadista en las dictaduras lúgubres de la Europa del Este.

Hay promesas que tardan demasiado en cumplirse y agravios personales que duran más que la vida de quien, los recibió y prolongan su saña a lo largo de los siglos. Hace unos días, en Roma, conocí al escritor rumano Alexandre Vona, que aunque nació en Bucarest se llama en realidad Alberto Samuel Béjar y Mayor, y tiene, a sus 63 anos, una cortesía antigua de hombre muy alto y retraído y una cara recia, angulosa y. morena, una cara definitivamente española, porque procede de una familia judía arrojada al destierro de 1492 y peregrina desde entonces por todos los confines del Mediterráneo y luego por las juderías del interior de Europa, donde la mayor parte de sus miembros fueron aniquilados por el Holocausto. En un café de Roma, de una modernidad-lujosa y tronada de los años sesenta, Alexandre Vona me cuenta en voz baja y en el español puro y arcaico de la diáspora judía un infortunio personal que viene durando cinco siglos,. una travesía de exilios, persecuciones y viajes que según él me la refiere va dejando de pertenecer a la historia para convertirse en un testimonio de su propia vida, dilatada hacia atrás en la memoria sucesiva de sus mayores, que le fue transmitida a él como una herencia sagrada, como los hermosos apellidos españoles y el idioma en el que me habla. En las palabras susurradas de Alexandre Vona,que se inclina educadamente hacia mí sobre una mesa en la que hay diminutas tazas italianas, de espresso, el pasado y el presente suceden con una misteriosa simultaneidad, como si en el curso de su vida él hubiera atravesado todas las vidas de los judíos españoles que lo precedieron. Me había con igual vehemencia del edicto de expulsión de 1492 y del exterminio de los sefardíes de Salónica en. los campos nazis, y en medio de una conversación sobre las cosas que ocurren ahora mismo en España se disculpa por su falta de conocimiento y me explica con una sonrisa: La verdad es que no estoy, muy al tanto de la política española posterior a, 1492.

En París, Alexandre Vona acude algunas veces a un club de jubilados judíos que tiene nombre español, Vida Larga, y donde él es el socio más joven. Uno se pregunta cómo será ese lugar, qué recordarán y contarán en un español de otro siglo esos ancianos que saben que son los últimos, los supervivientes más tenaces, los que han durado más que las guerras,- las tiranías, las persecuciones y los exterminios. En esos- pocos judíos que siguen añorando el país que los expulsó' hace 500 años y en los brigadistas que ahora van a recibir, en Bucarest o en Nueva York o en Varsovia, un pasaporte español, uno reconoce tristemente a sus compatriotas perdidos, a los herederos de una ausencia que nunca se pudo remediar. Hay tiempos difíciles en los que las personas decentes se quedan sin país. Al oficial nazi que le pregunta en Casablanca cuál es su nacionalidad, Humphrey Bogart, que es un veterano de los Brigadistas Internacionales, le responde: "Borracho". Con los judíos, con los moriscos, los herejes, los republicanos y los brigadistas, con los fugitivos del hambre que emigraban a Europa en los años sesenta, se puede compartir todavía la melancolía nacional española del destierro.

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