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Doña Pilar

Victoria Combalia

Pilar Juncosa de Miró, doña Pilar, era para mí la Bien Plantada. La primera vez que la vi, con ocasión de una exposición del pintor Frederic Amat en Sa Pleta Freda (Mallorca), en 1977, me dio esta imagen de estabilidad y de solidez que siempre emanaba de ella. Y también la de estar absolutamente atenta, absolutamente al cuidado de su marido. "Joan, que te dará demasiado el sol en la cara...", "Joan, que si te sientas aquí te da el viento", "Joan...". Y Joan Miró, impasible y callado, se sentó en una punta de la larga mesa al aire libre y mandó sentar, todo ello dicho con suavidad, a doña Pilar en la otra.Ella era la esposa madre, la que mandaba en el hogar, la que le solucionaba los asuntos domésticos, y en esta relación -por otro lado tan tradicional, tan alejada, podría decirse, de las expectativas de la vida de un artista de vanguardia- se adoraban mutuamente.El amor incondicional se lo profesó doña Pilar a Miró toda la vida. Hará pocos meses, tomando café con ella, aún se le agitaba y entrecortaba la voz cuando rememorábamos su matrimonio y salió en la conversación la anterior novia de Miró, Pilar Tei, con la cual Miró cortó de golpe por ser ésta excesivamente independiente. Doña Pilar me lo contaba como si el hecho hubiera sucedido hacía cuatro días, y no en 1929, es decir, hacía la friolera de 66 años. Parecía defender sus derechos a capa y espada librando su particular batalla -amorosa y doméstica- con la misma pasión como la que sin duda demostró a sus 20 años.

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Para vivir con un artista es necesaria la adicción: tanto da, a la postre, si ésta llega por vía intelectual o afectiva. Doña Pilar escogió esta última vía, y con ella aportó a Miró una estabilidad emocional sin la cual seguramente Miró no hubiera sido el mismo. Lo hizo todo, lo dispuso todo para que él pudiera pintar libremente, para que él pudiera dedicarse en cuerpo y alma a su arte. Doña Pilar prefería mantenerse en un segundo plano, estar en la sombra y atender, con la naturalidad y simpatía que todos recordaremos, a los amigos. Pero esto no excluye que no influyera en el gran pintor, no tanto en su arte como en asuntos estratégicos que también serían decisivos para la obra mironiana. Su hija María Dolores me contó que oía discutir a sus padres sobre si volver o no a España -la España franquista de 1940- cuando los alemanes bombardearon. Normandía. Miró quería exiliarse a Estados Unidos, como su gran amigo, Josep Lluís Sert y como tantos de sus amigos surrealistas; Pilar prefería volver a su tierra natal. La firme posición de su esposa, la delicada salud de la madre de Miró y la importancia que las raíces tenían para su obra, hicieron decantar la balanza hacia esa vuelta a España, donde Miró vivió recluido, aislado de la vida intelectual europea, hasta bien entrados los años sesenta.En 1947 Tanguy escribió a Marcel Jean: "Vi el otro día a Miró en Nueva York, trabajando en 30 aguafuertes con Hayter. Cada vez se le ve más inquieto por América, y se comprende, después de seis años en España". Mi opinión es que, de exiliarse, Miró hubiera vuelto igualmente, al cabo de unos años, "llamado" por la voz de su tierra y porque, estilísticamente, su mundo ya estaba formado. Pero quién. sabe qué hubieran dado unos años más de fructíferos contactos con los mejores artistas del siglo.

Hoy todo esto son conjeturas, y lo que queda es el recuerdo de una persona que lo sostuvo siempre moral y vitalmente, con una gran inteligencia natural y un gran savoir faire. Joan Brossa escribió de ella: "Caracteres como el suyo ayudan a huir de las imperfecciones". No extraña, pues que Miró muriera diciendo: "Gracias, Pilar"..

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