CoIgados de la lámpara
Esto, que es lo que hay cuando se despereza, a su antojo (transición, Nacho Cano, Franco / "ando borracho, mas lo bueno es que no caigo"), carecía de todo misterio para Maimónides: "Frecuente es la propensión entre el vulgo a creer que en el mundo hay más males que bienes, a tal extremo que la mayoría, de los pueblos expresa este pensamiento en no pocos de sus dichos y poemas, afirmando que es raro hallar en el mundo cosa buena, en tanto que los males son numerosos y duraderos". Pero, nada más sospechar que con el simple vulgo se quedaba cortísimo, a renglón seguido añadió: "Semejante error no es privativo del vulgo, sino también de algunos sedicentes sabios". (Ande, compadre, ¡échese ótra!,)Y en esto que se cayó del guindo la lámpara maravillosa: del Teatro Real, izas!, izas!, izas! -abalorios, canicas, papelinas de a folio, pipas-, a riesgo de pillar a Maimónides en el torticólero trance de calibrar la altura y medir los destellos melódicos del supuesto error hecho astro. En definitiva, que el perplejo se libró de entintar con su sangre los reales y mudos añicos. Y menos mal también, a todo esto, que no le dio al destino lamparero por aplastar a los 27 muchachos de un colegio de huérfanos, "que pudieron perfectamente haber ido de ojeo al teatro"; por no hablar de esas monjas, huidas de Ruanda, a punto de obtener un permiso de entrada a la ópera "para olvidarse del horror de allí abajo". ¡Exaltado sea, Dios! Y Pedro Infame: "Voy a pedirle la cuenta,/ se la quiero liquidar".
Esto no llama a engaño. Porque, muy por encima del santo alivio ante lo mucho y malo no sucedido, lo lógico es que triunfe el chispazo de lo hiperbólico con fundamento, el silbido realista frente a lo casi inimaginable; el potencial nacional de apoyo, el redescubrimiento del contrapoder sin trabas: "¡Lo que pudo haber sido aquello!". Esto: cámaras claras curiosos sencillos, ambulancias, policías, marcas de ropa interior sobre los restos estrangulados de los difuntos, Nieves Herrero, publicidad Beneton, alaridos, arias, la tuna, trabalenguas, desmayos en directo... Con Aladino, al fin, chapoteando en nuestra propia salsa torera. Porque "todos nosotros sabemos", como bien nos decimos, que pudo ser peor, todavía, todavía peor, mucho peor. Y porque a nosotros, nadie puede impedirnos que imaginemos lo más probable en sepia: un cementerio madrileño reseco, ésa es otra, sembrado de inocentes cadáveres ("¡Inocente! ¡Inocente!"), aplastados milímetro a milímetro y cuajaditos de cristales. Una hartada de picaduras bohemias. Un gimoteo cristalino, capaz de silenciar el vergonzante llanto de antaño, cuando el yo, perdido luego en pajar ajeno, tan sólo se fijaba en lo suyo: la lamparita de El Pardo, la lámpara en el pantalón o el lamparón del buey de cabestrillo.
Esto, yoísmo agrario sin guardia mora, estaba destinado a transformarse en venturoso canto general, figuración cuajada, algo que ni el pobre Neruda soñó cuando le puso a la primera parte del suyo este exaltante título: La lámpara en la tierra. Para, desde allí, presagiar: "¿Quién/ me espera? Y apreté la manó / sobre un puñado de cristal vacío". Sí, pero lo que a nosotros nos importa no es lo que nos espera, que allí estaremos, sino darle rienda suelta a los más nobles sentimientos, colmar esa terrible sensación de vacío que deja el no acabar de llegar del todo; queremos, en concreto, que las presuntas monjas y los presuntos niños huérfanos, víctimas de la lámpara de la cultura o de la cultura de la lámpara, no lleguen nunca a fenecer en balde. Por eso hemos estado tan pendientes, tan colgados de aquella lámpara estrellada, de aquel preciado faro del Dharma, de aquel botafumeiro halógeno.
Esto caído ("¡sírvame otro farolazo!") a ver ahora que dicen los descolgados, los que se enmorriñan, los indolentes, esos que ni siquiera pueden con lo que pasa. (En esto que pasa Gila, se acerca al epicentro rechinante del lugar del suceso, escarba con un pie entre los cristales, tose, y luego reconoce en voz alta: "Me habéis matado un hijo, ipero lo que me he reído!").
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