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La población de Río Tercero arremete contra la seguridad de la fábrica

Juan Jesús Aznárez

Arruinados o a la intemperie, vecinos de Río Tercero maldecían ayer a políticos y administradores, y a gritos les mentaban la madre los más desesperados, acusándoles de no haber establecido una mayor separación física (sólo 200 metros) entre la pequeña ciudad argentina y la Fábrica Militar, destruida el viernes por la explosión en cadena de cinco de sus seis polvorines. Oficialmente, los muertos son nueve y cerca de 300 los heridos. La gran mayoría de los trabajadores, unos 150 en el momento del accidente, salvó la vida al sonar las alarmas, informó una fuente militar.

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Cerca de 200 personas desaparecieron, y el Comité de Emergencia confía en localizarlas entre los miles de evacuados. Los equipos de rescate pugnan por llegar al recalentado epicentro de la catástrofe para ver si alguien quedó atrapado.No faltaron saqueadores. Cuando cundió el pánico, negocios y viviendas de barrios enteros en esta ciudad de 30.000 habitantes fueron abandonados a la carrera, y grupos de delincuentes se adelantaron al regreso de propietarios e inquilinos. La policía detuvo a 50 de ellos. "Yo no me he movido de aquí en toda la noche. Me imaginé lo que podía pasar", declaraba el dueño de un comercio.

A primeras horas de la mañana, medio millar de efectivos militares y técnicos en explosivos ingresó en el recinto de 450 hectáreas de la fábrica, el principal complejo químico-mecánico militar de Argentina. El objetivo fundamental es acelerar el enfriamiento de accesos y materiales del polvorín donde se originó el siniestro. La temperatura allí supera los cien grados centígrados. Un avión sobrevoló durante todo el día el lugar soltando agua sobre las bóvedas del arsenal.

Las patrullas rastrillan la población y cargaban en vehículos, por toneladas, granadas de mortero y de obuses encontrados en el suelo de las viviendas demolidas, en arboledas incineradas, en el interior de coches aplastados, o esparcidos por calles o solares cubiertos de cascotes. La munición más peligrosa, diseminada en 24 manzanas de Río Negro, era después detonada por los artificieros en extramuros.

Un proyectil clavado en el patio de una escuela, con 800 niños en sus aulas cuando la primera descarga, explotó inesperadamente durante su desactivación. No hubo víctimas. Los polvorines almacenaban alrededor de 17.000 obuses de distintos calibre. Cada uno de los destinados a la artillería pesada, 155 milímetros, pesa 70 kilos. El jefe del III Cuerpo de Ejército, general Máximo Groba, con jurisdicción en la zona, advertía a la población contra deflagraciones menores: "Todavía hay proyectiles calientes".

"Fue como una película de terror. Todo vibraba, y la gente comenzó a salir a la calle y todos gritaban víctimas de la desesperación", explicaba la directora de Asistencia Social de Río Tercero, Dora Marineli, quien reclamó ayuda para atender adecuadamente a 14.000 evacuados, muchos de los cuales juraban no volver jamás a sus casas.

La gente no quiere volver

"Hay problemas con la gente que no encuentra a sus familiares. Y el panorama se complica cuando son chicos". Una refugiada, portavoz de muchos otros con una mano delante y otra detrás, calificaba de providencial el reducido número de muertos. "Ha sido un milagro después de ver cómo ha quedado todo. No vuelvo a ese polvorín. Me iré con unos familiares a Córdoba".Otro milagro fue que las voraces lenguas de fuego de las primeras explosiones no alcanzasen a dos instalaciones petroquímicas distantes apenas un kilómetro del lugar de la catástrofe. Los depósitos de Atanor, una de ellas, contienen 11.000 tambores de residuos tóxicos, que hubieran liberado dioxina de haber sido afectados por el fuego de la fábrica, según la denuncia de una organización ambiental.

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