La transición, la izquierda y la Corona
Últimamente estamos hablando mucho de la transición a la democracia en nuestro país y es bueno que lo hagamos. No estoy seguro, sin embargo, de que la discusión actual nos lleve a una compresión exacta de lo que ocurrió. La excelente serie de Televisión Española, por ejemplo, es un documento de gran valía, pero se ve a las claras que contó con mucho más material de la España oficial que de la España de, la oposición clandestina, y en varios momentos esto desfigura la explicación de los hechos.Esto se nota todavía más en el interesante libro sobre Torcuato Fernández-Miranda -y digo sobre Fernández-Miranda y no sobre sus relaciones con el Rey porque creo que el libro está concebido sobre todo como una biografía puntual del primero-. Cuando uno termina de leerlo llega a la conclusión de que la transición fue una operación de gabinete entre unas cuantas personas, que incluso se permitieron el lujo de escoger peones que consideraban mediocres para desarrollar su alta estrategia de cenáculo. No niego los méritos de nadie, ni menoscabo lo que cada uno pudo aportar, pero me falta en todo esto un auténtico análisis de lo que realmente ocurrió, de los grandes éxitos obtenidos y de las contradicciones mal resueltas o no resueltas del todo.
Una transición como la nuestra -y como la mayoría de las que hemos vivido después- no fue una revolución, sino una reforma, una gran reforma. Y como enseña la experiencia, el éxito de las grandes reformas se basa en la combinación de los tres elementos: una presión social que impide la continuidad del sistema anterior, un entendimiento entre los reformistas de la oposición y los reformistas del propio sistema que termina para aislar a los partidarios del continuismo y un elemento o un conjunto de elementos -una institución, una persona o un grupo- que aseguren la estabilidad del proceso de cambio. Esto es así porque la reforma se inicia a partir de un sistema que se acaba, pero que no desaparece de golpe. Por consiguiente, toda transición arrastra durante bastante tiempo el peso de los aparatos y las instituciones del régimen anterior -e incluso de su personal- que el nuevo sistema hereda casi íntegramente. Esto hace que durante un tiempo -que puede ser bastante largo- lo nuevo y lo viejo convivan en un mismo escenario, se superpongan y, según como se hagan las cosas, se enquisten en una contradicción muy peliaguda.
Dicho esto, hay que agregar que cada transición es diferente porque depende de lo específico de cada país. Y lo específico del nuestro era una historia de siglos en la que la democracia nunca había conseguido implantarse de manera duradera, en la que cada intento de institucionalizar la democracia tenía que empezar derribando la dinastía reinante o la propia monarquía, y en la que todos los intentos habían terminado de la misma manera: con un golpe militar y con el establecimiento de un régimen autoritario o dictatorial, cuya expresión máxima fue el franquismo. Éste era el trasfondo de nuestra transición. Por eso cuando la iniciamos nuestro empeño principal tenia que consistir en comprender con toda exactitud cuáles habían sido las causas históricas de estas derrotas sucesivas de la democracia, cuáles habían sido los factores que habían impedido su consolidación y su duración. O sea, comprender por qué la democracia había sido derrotada en España, para impedir que esto volviese a ocurrir.
Si uno lee con atención nuestra Constitución verá que toda ella está llena de reflexiones sobre nuestro pasado y, por consiguiente, de propuestas para solucionar los grandes problemas que nos habían llevado de catástrofe en catástrofe: la cuestión del régimen -monarquía o república-, el papel de las Fuerzas Armadas, la relación entre el Estado y la Iglesia, la identidad de España, de las nacionalidades y de las regiones, la definición y la garantía de los derechos individuales y colectivos, la estabilidad y el equilibrio de los poderes. Ahí está el meollo de la Constitución.
Desde esta perspectiva, creo que algunas de las cosas que se están diciendo estos días no son exactas. Hasta ahora se nos ha explicado bastante bien lo que podríamos llamar el pacto entre la Corona y la derecha reformista para aislar a los inmovilistas del régimen franquista. Pero creo que lo más importante de nuestra transición no fue el pacto de la Corona con la derecha reformista, sino el pacto de la Corona con la izquierda. En 1977 la gran mayoría de la izquierda seguía siendo republicana y desconfiaba de una Corona que salía directamente del franquismo. No era una simple divisoria coyuntural, sino que surgía de una gran fractura histórica, de muchos años de luchas con banderas y con himnos diferentes. La izquierda era antimonárquica porque nunca había podido conseguir ninguna de sus reivindicaciones bajo la monarquía, siempre había chocado con ésta y siempre había tenido que empezar derribándola para obtenerlas.
Al iniciarse la transición, la Corona sabía, pues, que o se entendía con la izquierda o quedaba en manos de la derecha franquista y se vería obligada a continuar el franquismo, con el peligro de ser engullida con los restos de éste al cabo de un tiempo. Y la izquierda sabía que, aunque Franco había muerto, los aparatos del franquismo estaban intactos y que no habría victoria posible para la democracia si no se aislaba a los sectores más inmovilistas y si no se agrupaban todos los partidarios de un cambio, aunque no todos tuviesen la misma concepción del mismo. Y tampoco sería posible la victoria, o sería en todo caso muy penosa, si no se contaba con alguien o con algo que pudiese controlar a los extremistas civiles y, sobre todo, militares del régimen anterior y que, por consiguiente, asegurase la estabilidad del cambio. Este alguien o este algo sólo podía ser la Corona.
Este pacto necesario fue posible no sólo porque la izquierda aceptó la monarquía, terminando con la vieja confrontación entre monarquía y república, sino también porque la monarquía aceptó todas las grandes reivindicaciones de la izquierda, que antes sólo se habían podido conseguir, de manera precaria, derribando primero a la monarquía e instaurando después la república. Estas dos condiciones se dieron, están todas ellas en la Constitución de 1977 y por ello ésta es la expresión del gran pacto histórico. Creo que es un ejemplo muy claro de lo que fue realmente la transición y de la altura de miras, de sus protagonistas principales. Y también un ejemplo de cómo
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La transición, la izquierda y la Corona
Viene de la página anteriorla izquierda supo luchar por sus grandes reivindicaciones conectando con el sentir ampliamente mayoritario de la población.
Ésta es una expresión concreta de lo que he dicho sobre la orientación de las actuales discusiones o informaciones en tomo a la transición. Hay otras, no menos decisivas, como por ejemplo, la de la herencia de los aparatos del franquismo. Ya sé que hoy es difícil insistir en esto porque estamos presos de una actualidad que nos engulle y cuando uno saca el tema enseguida saltan los que dicen: "Ya tenemos a éste hablando de las herencias de] pasado para justificar los líos del presente". Pero la verdad es que no se pude hacer política en serio en nuestro país sin entrar a fondo en este problema. Un mínimo de sentido común nos debería llevar a todos a un debate sereno sobre lo que de verdad se ha hecho y lo que no y sobre el porqué de todo ello. Del mismo modo que hay que polemizar contra las versiones unilaterales de la transición, pensadas más en función del presente que de la explicación real de lo que ocurrió, también hay que combatir la tendencia a utilizar las contradicciones o los problemas mal resueltos del pasado como armas arrojadizas en las batallas político-electorales del presente. Si no somos rigurosos en el análisis y en la explicación, algunos fantasmas del pasado reaparecerán y los ciudadanos y las ciudadanas no sabrán distinguir entre ellos y los demócratas. Y cuando esto ocurra, la transición recibirá un duro golpe, porque perderá credibilidad y no se entenderá su sentido.
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