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Los libros vacíos

Juan Cruz

A las once de la mañana de un día cualquiera de la Feria del Libro de Francfort, cualquier agente de derechos internacionales de cualquiera de los grandes grupos editoriales que inundan con sus novedades del año que viene la principal concentración editorial del mundo habrá contado veinticinco veces el mismo libro. Lo extraordinario es que ese libro no se ha escrito aún. Es todavía un libro vacío. Pero ya se sabe el argumento, se conoce su número de páginas, de modo que también se sabe qué lomo tendrá el volumen e incluso ya se tiene la certeza física de su portada.Es una broma común en los stands: la gente abre el libro, se lo encuentra vacío y asegura que ése es el mejor libro de la temporada; no hay que leerlo; basta con situarlo en la biblioteca, como se hace con tantos libros que dentro sí tienen letras, historias, equivocaciones y delirios. Umberto Eco, que vende libros por millares en todo el mundo, decía el otro día en Madrid que a él no le preocupa que le lean porque quienes le compran tampoco necesitan leerle inmediatamente: "Algún día, dentro de veinte años, mis compradores de ahora volverán a sus estanterías, se enfrentarán con mis libros y comprobarán que sin mirarlos ya los han leído. Me pasa a mí con muchos libros a los que a veces vuelvo sin haberlos leído, antes y me sorprendo de saber qué sucede en sus páginas".

Es una heroicidad contar los libros vacíos. Este año, dos grandes periódicos internacionales, Le Monde de París y Times de Nueva York, enviaron a sendas redactoras a cubrir la feria con la misión de comprobar cómo se venden los derechos al extranjero. Una se situó en el stand de Simon & Schuster, o al menos allí la vi, y la otra periodista trabajó cerca de las agentes de Gallimard. En distintos lugares de la feria nosotros tuvimos el privilegio, también, de saber cómo trabajan estas agentes de los libros generalmente vacíos. Decía, en el curso de una de esas entrevistas, una importante ejecutiva editorial norteamericana que la información, en un determinado momento, resulta más importante que los libros, y que hay que contarlos muy bien para que luego la gente se interese por ellos y se vendan incluso antes de surgir de la imprenta.

Y eso es lo que hacen esas agentes: se aprenden los argumentos de memoria y los cuentan como si ya se hubieran escrito, con todos los detalles, además, que demandan los editores ávidos. De esa imaginación maravillosa que otorga la memoria, estas jóvenes, por otra parte pacientes y bienhumoradas, cuentan como si lo estuvieran escribiendo ellas mismas las historias de los gánsteres de Chicago que asaltan a niños indefensos que luego, cuándo ya son adultos, se vuelven tan fieros como sus captores; o la complicada historia familiar de dos hermanos que se enamoran de la misma chica, quien, tomando una sabia decisión salomónica, luego se casa con otro; o la peripecia de un niño que secuestra un autobús en Illinois y aparece sano y salvo al fondo de un desierto de México después de haberse hecho adulto. ¿Y el libro? Estará a principios de 1997; se les pueden preguntar más cosas, porque ellas se las saben todas, pero es probable que el final del niño acabe siendo diferente si las sugerencias son suficientemente poderosas como para que el autor cambie también sus previsiones.

Es un mundo extraño y, digámoslo, etimológicamente maravilloso, porque de pronto no hay nadie en los stands y son las ocho y cuarto de la mañana de un día central de la feria, pero enseguida se llena Babel de todas las lenguas que cuentan cruzadas las historias más extraordinarias, tan extraordinarias que a veces se parecen a los relatos de los sucesos que uno habrá leído alguna vez en la prensa internacional. Es como si la imaginación se estuviera haciendo a medida de lo que ocurre y los propios libros estuvieran corriendo con sus palitas invisibles detrás de la actualidad para parecerse a ella y también para parecerse a las películas.

En ese ruido también invisible de la feria a veces surge la presencia ingenua v artesana de Voltaire o de los viejos agentes literarios que detienen su paso para escuchar a Grass decir aquella vieja frase de Liechtenberg que el otro día recogía aquí mismo Xavier Moret: "Cuando chocan una cabeza y un libro, y suena a hueco, no siempre es culpa del libro"; seres ingenuos que siguen compartiendo la vieja teoría de que los libros están vivos cuando se abren y tienen dentro historias inmortales que han de servir a la vida mejor de todo el mundo. En Francfort, donde se dan los dos lados de la misma baraja, Gutemberg sigue dialogando con el siglo XXI mientras una chica memoriosa cuenta con el entusiasmo que le da su nobleza profesional la historia aún no escrita de un libro del que sólo tenemos el nombre del autor, el título y la bellísima cubierta.

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