Amigos de las nubes
Suele cantarlo el pintor Eduardo Arroyo, en italiano, cuando es muy de noche:-Somos semióticos, amigos de las nubes...
Se lo cantaron una vez a Umberto Eco, durante un congreso de semióticos, claro. Quizá es, también, el himno de Eco. Umberto Eco tiene las erres estiradas de los italianos del norte, y a pesar de ésa cata famosa que le ha dado la vida conserva aún el comportamiento de un adolescente que no se puede acostar, sin leer tebeos.
Es extremadamente tímido, como los actores de Hollywood de antes, y por eso hace todas las cosas que hacen los tímidos, como García Márquez y como Katharine Hepburn: da la mano con un solo dedo, el dedo chico, y se fija más en los detalles de lo que pasa que en lo que pasa para poder transcurrir de un tema a otro sin que le abrume la trascendencia.
La gente cree que escribe después de la cultura, es decir, cuando ya lo ha sabido todo y luego se desprende de ello riéndose de la mansedumbre que da la sabiduría. Y no es así: escribe, también, porque es tímido, porque en realidad lo que quisiera hacer es poner sus ideas en dibujos.
Desde hace mucho tiempo es transatlántico, como los grandes directores de cine y como los banqueros; pero nunca se ha desprendido, en los largos viajes y en los cortos, del polo rojo bajo, la chaqueta oscura, y camina -camina obsesivamente, como si fuera un extremo izquierda, siempre hacia un quiosco que abre por las noches y vende tebeos al otro lado de la ciudad- con ese pie ladeado que constituye, si sus zapatos apuntaran como apuntan los punteros de un reloj, las diez de la mañana de sus patas.
Como es lógico, la vida de profesor famoso -semiótico, amigo de las nubes- y de novelista de su propio boom -el boom de Eco: quién quiere más eco- le ha sometido a una tortura mayor aún que la tortura de estar solo: la tortura de estar rodeado de pelotas que simulan protegerle y que en realidad le quieren en el estrado de su propia simplonería, que es la esencia de todo pelota. Él se defiende con los ojos del adolescente que mira por el rabillo del ojo a ver si hay en otro sitio una mesa libre donde pueda escuchar tranquilamente la música.
Pero en medio de ese rodeo al que se somete siempre al famoso íntimo que todo genio lleva dentro, Eco ha tenido -al menos en España: todas suertes tendrá en tantas parte!- dos suertes extraordinarias. Una, la editora, Esther Tusquets, y otra la traductora, Helena -con hache, de hache muda, porque es silenciosa y fiel, como una sabia- Lozano.
Esther Tusquets creyó en Eco como una de sus aventuras imposibles de hace años. Con ese aire elusivo y cálido que en el fondo de su alma púdica tienen los poetas, esta novelista catalana que publica libros primorosos, casi blancos, se merece la suerte que tiene, porque desde siempre apostó por esos imposibles que luego se hacen pilas en las librerías de España. Ustedes saben, los lectores, que, como en tantos mundos, en este de la literatura hay mucha mezquindad y mucha soberbia: pero fíjense en Ia mirada de Esther y retengan ese nombre porque ella simboliza muy bien la buena manera de hacer libros. Eco se la merece.
Y la traductora. Como Eco, Helena Lozano es música de vocación; toca la viola de gamba y, como Eco, es una semiótica amiga de las nubes que a lo largo de los años, en Bolonia, ha dejado a un lado los placeres de la mortadela para nutrirse de palabras como quien se bebe el Danubio. Ahora todo el mundo, ha elogiado su trabajo ímprobo de traducir a un escritor vivo y exigente; paciente como una castellana, ella ha arrostrado la dificultad esencial de toda traducción: ser fiel y al mismo tiempo infiel, es decir, creativa. Es un tipo de suerte este Eco, porque en el silencio de una mesa austera de Bolonia, o de Madrid, ha tenido otro Eco escribiendo en español lo que él quiso decir en italiano.
Ayer estuvo comiendo en Madrid con mucha gente Umberto Eco. De vez en cuando, como siempre, se fue a las nubes, y entonces volvió a ser el semiótico del himno que de madrugada canta a veces Eduardo Arroyo.
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