Unos naturales de marca mayor
Pepín Jiménez instrumentó al toro que abrió plaza unos redondos, unos naturales, unos pases de pecho y unos ayudados, de aquí te espero. Los naturales, sobre todo, fueron de marca mayor. La afición no salía de su asombro porque el toreo así interpretado casi constituye una rareza para coleccionistas, y al público en general le invadía la perplejidad, pues su concepción del arte de torear era justo al revés de lo que estaba viendo.El arte de torear que conoce ese público en general; cuyo interés por los toros se circunscribe a las corridas de feria, es el que han establecido las figuras y consiste en aflamencarse al citar, pasarse el toro por Barcelona si ejecutan la suerte en Madrid (por Madrid si la ejecutan en Barcelona) y, concluida, salir corriendo. Estas formas explayaron Finito de Córdoba y José Ignacio Sánchez en sus dilatadas intervenciones, y tranquilizaron a la clientela feriante, que ya se estaba poniendo de los nervios pues creía que Pepín Jiménez con sus naturales, la afición con sus olés y el presidente con su pasión orejista, la habían cogido de ron.
Río / Jiménez, Finito, Sánchez
Toros de Victoriano del Río, con trapío y armados, mansos y nobles en general. Pepín Jiménez: estocada ladeada (oreja); metisaca bajísimo, dos pinchazos -aviso- y dos descabellos (silencio). Finito de Córdoba: estocada baja (oreja con escasa petición, protestadísima); pinchazo y estocada (escasa petición, ovación y salida al tercio). José Ignacio Sánchez: media tendida, rueda de peones -aviso- y dos descabellos (algunas palmas); estocada corta atravesada (silencio).Plaza de Las Ventas, 27 de septiembre. 2º corrida de feria. Cerca del lleno.
Algunos aficionados, pese a la complacencia que les producía el toreo de marca mayor, planteaban reparos a la orejeada faena de Pepín: no hilvana las series, hay enganchones, dura demasiado, comentaban. Y era cierto: de todo lo dicho adoleció. Mas lo compensaba la hondura, el gusto, la inspirada interpretación de las reglas del arte hasta convertirlas en filigrana. Hubo momentos mágicos, como dos tandas de redondos, dos de naturales, aquella otra abrochada en trance genial mediante el dibujo del pase de pecho mirando al tendido.
El toro había sido magnífico, y este dato capital también entraba en el juicio de los aficionados críticos. A aquella hora deliciosa de la tarde otoñal, tibia y dorada, cada aficionado era un analista, el resultado de sus investigaciones se sometía a debate, los eruditos sentaban cátedra y era común el propósito de que resplandeciera la verdad. La categoría de Las Ventas no merecía otra cosa. Luego se arrepintieron. En cuanto vieron a Finito pegar pases retorciendo la anatomía, correr al rematarlos, el público feriante aplaudiendo aquello, el presidente concediendo una oreja que apenas nadie había pedido, se pusieron a hacer penitencia. Algunos aún se estaban flagelando, acabada la función.
José Ignacio Sánchez no se atrevió a ligarle los pases al primer toro de su lote, que sacó genio. Al sexto, de pastueña condición, se los dio por docenas y tampoco ligó ninguno. Pepín Jiménez porfió múltiples muletazos de escaso logro al cuarto, un arbolado torazo que resultó topón y le miraba por encima del hombro.
Bien es verdad que en otras plazas estas faenas habrían sido musicadas y oleadas. Las de Finito, aclamadas además, porque daba el pase larguísimo; allá penas si mientras tanto se espatarraba escondiendo la pierna contraria y se quitaba precipitadamente de en medio al rematarlo.
Una parte mínima de la plaza pidió la oreja para ambas faenas y la primera fue concedida, con la colaboración de los mulilleros, que demoraban el arrastre. En semejantes casos deberían reconocer su mérito por la megafonía de la plaza: "Esta oreja no habría sido posible sin la colaboración extraordinaria de los mulilleros". Las mulillas llegan a paso tortuga y aguardan a que concluya la operación de pasar la soga por los pitones del toro. No es un tiempo corto: tarda más un mulillero en pasar esa soga que una cestero en tejer un sillón de mimbre. Al quinto no lo arrastraban porque había un capote tirado delante y el puntillero y el mulillero, aunando esfuerzos, parecían incapaces de levantarlo. A lo mejor el capote era de granito; o estaba vivo, quién sabe.
Tales triquiñuelas son las propias de las plazas de los pueblos, y ya han llegado a Madrid. Primero fue lo de torear corriendo y está próximo el día en que los banderilleros agarren el rabo del toro para que el público lo pida, el presidente lo otorgue, las crónicas lo ensalcen y las figuras se crean más importantes que Joselito y Belmonte juntos. Aunque ninguna sea capaz de ejecutar aquellos naturales de marca mayor que recreó Pepín Jiménez. O precisamente por eso.
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