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El padre de Juan Rulfo

Su manera de estar, si estaba rodeado, podía parecer inadvertencia, timidez, hartazgo o desdén puro. (Para todo hay de qué.) Mas luego te fijabas, cuando solía ponerse como se ponía, y enseguida reconocías que, en la persona de Juan Rulfo, la actitud más inquietante era su estar y su no estar, al mismo tiempo y con la misma intensidad, a lo que los demás estábamos. Era la representación cabal de una melancolía en desuso, ésa que tiende a ahondarse y a retorcerse en la ausencia total de sosiego, en lo inevitable o ya consumado. Una melancolía levemente activa, dado que bien que aguantaba el tipo y hasta se entrometía en lo otro para seguir buscando algo que todavía no estuviese muerto, algo no detenido. ¿Por ejemplo? Una simple nube de paso, predispuesta a convivir con esas palabras impronunciables, las más desmoronadas de todas, que Juan Rulfo escuchaba por debajo de cualquier conversación social. Esas voces que se lo llevaban al menor descuido para repetirle una y mil veces que tanto él como lo más suyo, un estilo, siempre estarían fuera de lugar.Lo curioso de ese leve activismo melancólico es que llegaba a imponerle gestos, y por lo tanto aspecto físico, a eso que, en teoría, tan sólo pertenece al campo escurridizo de las sensaciones. Melancolía con cuerpo, pues, decidida a dar la impresión, sin rodeos, de que ese Rulfo siempre andaba a lo suyo, a la escucha de unas voces que, después de todo, no son ni de los vivos ni de los muertos, por mucho que se acerquen a estos últimos, sino de ellas mismas. Voces hijas del viento, no engendradas, que jamás encuentran cobijo. Ni tampoco razón suficiente para tener sentido del todo. Y, cuando la manera de estar de Rulfo se desdoblaba, izas!, llegaba puntualmente a ofrecerte el mechero, asentía con elegancia ("¡qué duda cabe!"), corregía con firmeza un dato histórico, desparramaba una mentira o soltaba una picardía, entonces ese estar paralelo al no estar, esa fidelidad a no tener jamás un lugar, la verdad es que desconcertaba. O, para ser más claros, imponía muchísimo respeto; sin por ello achicarse en lo más mínimo la amenidad y el afecto que arrancaban de la misma persona. Y, que no se me olvide, allí estaba también su voz, con ese enorme esfuerzo para conjugar el silencio de la desolación y la palabra del escarmiento.Ahora, sin ser la suya, he vuelto a escuchar su voz. En un documental cinematográfico que ya obtuviera el premio "Danzante de Plata" en el Festival de Huesca y que acaba de ser exhibido en la última Mostra de Venecia. Se trata de El abuelo Chano y otras historias, una obra estremecedora de Juan Carlos Rulfo (1964), hijo menor del autor de Pedro Páramo. Es el regreso al sur de Jalisco, a San Pedro Toxin, donde Guadalupe Nava Palacios asesinó al hacendado Juan Nepomuceno Rulfo un día del año 1923. Los escasos supervivientes de aquellos tiempos evocan la figura de, Chano, grandote y bien parecido, "muy de a caballo" que para unos era caritativo y para otros "cuereaba a sus potreros", ¡cualquiera sabe!, pues bien expresa la dificultad de todo el viejo Jesús Ramírez, más conocido como El Motilón: "Uno no sabe ni lo que es bueno ni lo que es malo. Bueno, tal vez en los libros sabrá uno, pero yo no sé leer. Yo, pues lo que me cuentan, todo digo que es cierto, pero si se ofrece no es nada cierto, ¿verdad?".

Lo cierto es que al padre de Juan Rulfo lo mataron. Y que, en plena guerra cristera ("revoltijo" llama una vieja a lo tenido por revolución), mataron a otros muchos. Por eso no es de extrañar que, al cabo de los años, un testigo de aquello se ponga a suspirar así: "¡Hijo de la chirriona, vieras cómo sueño difuntos!". Con El abuelo Chano, su nieto Juan Carlos Rulfo no sólo indaga en el origen de una rara melancolía, sino que desentierra, en pleno Hano en llamas, la inapresable coincidencia de dos raíces: la oral y la funeral. Para llegar a sugerir, entre bodegones a lo Morandi y chirridos de viejas puertas desvencijadas, que hay palabras que no encuentran lugar porque no ignoran que proceden del único verdadero: el lugar del crimen. Un lugar inabarcable, plagado de esqueletos y bañado por una luz cegadora, donde aún sobrevive algún viejo al que le da por decir: "¡No más el poder se acaba! El querer nunca se acaba....".

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