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La casa sin papel

Antonio Muñoz Molina

Durante los días del advenimiento menos tecnológico que teológico del magnate Bill Gates a Madrid, entre las humaredas de in cienso y las letanías arrobadas que publicaban los periódicos sobre él, leí un detalle que medio la medida de su verdadero peligro: en la casa que este magnate se está construyendo por valor de 5.000 millones de dólares no en trará ni una sola hoja de papel. El correo electrónico, el disco compacto, las pantallas de los ordenadores, regirán su trato con las palabras escritas y con el mundo ex terior. Enmedio de tal lujo de tecnologías, a Bill Gates, que es un plutócrata posmoderno, un multimillonario virtual y como desmedrado al que no se le nota nada la riqueza, el papel debe de parecerle una vulgaridad, una cosa antigua, antihigiénica, potencialmente tóxica, como la cafeína en el café y la nicotina en los cigarrillos.Gracias, en parte, a Bill Gates -que todavía tiene menos aire de genio científico que de multimillonario-, yo escribo ahora mismo no sobre una hoja de papel, sino en una pantalla de un azul magnético en la que las palabras tienen una cualidad frágil e intangible, una existencia provisional y en suspenso que puedo abolir sin huella con sólo pulsar una tecla, sin la fatiga antigua de arrancar de la máquina la hoja fracasada y arrojarla literariamente a la papelera. En el ordenador las palabras parece que nunca son definitivas, y la facilidad de corregirlas, de multiplicarlas o borrarlas es tan tentadora que acaba siendo un peligro, pero muchas veces, sobre todo en los trabajos largos, uno echa de menos la medida del progreso material que le iban dando los folios ya escritos, la lentitud imperceptible con que aumentaba cada día la pila de hojas mecanografiadas que mucho tiempo después acabarían siendo un libro.

Gracias a Bill Gates, y a sus colegas y predecesores en las invenciones espléndidas de la tecnología, ya puedo disfrutar de la escritura sin la mediación del papel, y la pantalla azul y el teclado de plástico. hueco me resultan herramientas tan necesarias y gozosas de mi oficio como antes lo fueron la hoja en blanco y las teclas resonantes de la máquina. Pero la idea de una casa en la que no hay papeles me parece más siniestra que la de una casa sin espejos o sin ventanas, o con el suelo y las paredes acolchadas. Basta mirar alrededor y reparar en todos los papeles que lo acompañan en la vida, e imaginar luego qué ocurriría si desaparecieran todos, no ya los papeles impresos y almacenados en, los libros, ni la hojarasca de los folletos publicitarios y las notificaciones del banco, sino el papel de, los periódicos todavía no leídos o abandonados en el revistero, el de las cartas, el de los cuademos, el de esas hojas en las que hemos apuntado una dirección o un número de teléfono, los papeles que nos rodean o nos agobian y los que nos sustentan y nos salvan los que tocamos y usamos un instante y los que se quedan para mucho tiempo con nosotros, los que rasgamos, los que perdemos y buscamos en el fondo de los cajones y las papeleras.

Sin duda iremos prescindiendo de una gran parte de ellos a lo largo de. los próximos años, y será más limpio y más cómodo enviar una solicitud o un formulario por correo electrónico, y no sacrificar una arboleda entera para que se impriman los volúmenes de una enciclopedia, que ya podemos almacenar en un simple disco plateado y guardar en un bolsillo como se guarda una carta. Pero al despojarse de sus utilidades más mercenarias o inmediatas es cuando el papel. se nos vuelve más valioso y cuando nos damos cuenta de todo lo que perderíamos con su abolición, aun en el caso de que nos fuera dado vivir, como Bill Gates, en una mansión de 5.000 millones de dólares, más propia de un barroco y megalómano ciudadano Kane que de este magnate asténico con aspecto de alimentarse de palomitas sin colesterol y batidos light.

Si no fuera por el papel algunas de las cosas mejores de la vida nos estarían vedadas: no podríamos leer de noche en la cama, ni recluimos tranquilamente con el periódico en el cuarto de baño, ni deslizar un libro en el bolsillo de la chaqueta para tener lectura en un trayecto de autobús, ni abrir un cuaderno y escribir en él por el puro gusto de hacerlo. En un trozo de papel ha« estado escrita algunas veces nuestra felicidad o nuestra desgracia. Sobre una hoja rayada avanza con lentitud la mano del niño que está aprendiendo a escribir, y aprieta siempre mucho el lápiz al hacerlo, e inclina tanto la cabeza que su nariz casi roza el papel, y lo humedece con el esfuerzo de su respiración. El dedo índice del adulto que enseña a leer se desliza sobre las hojas anchas de la cartílla y se de tiene en la tipografía grande y clara de las primeras sílabas: en la infancia, en los primeros días de la escuela, el olor del papel de los cuadernos, de la goma y de la madera de los lápices, tiene algo de epifanía del aprendizaje, como un anuncio de todas las cosas que se irán descubriendo en la vida gracias al papel y a las palabras escritas.

Nada de eso existiría en la casa utópica de 5.000 millones de dólares, en el resplandeciente paraíso iletrado de Bill Gates. ¿No les dará de leer a sus hijos, si los tiene, no les guiará nunca la mano para que tracen una letra, no sentirá nunca, la tentación de hojear perezosamente un libro o un periódico, tumbado en un sofá? ¿Hasta proscrito el papel sólo para la escritura y la lectura, o lo reprobará también para la higiene, en su paroxismo astronáutico y futurista de asepsia, en su feliz Xanadú donde todo el mundo circula con camisetas flojas y gorras de béisbol puestas del revés, y donde las papeleras serán objetos tan improbables como los ceniceros? En su penitencia de Sierra Morena, don Quijote, que carecía de papel, escribía sus versos para Dulcinea sobre las cortezas de los árboles. Si a mí me encerraran en una casa sin papel, en la mansión cibemética de Bill Gates, acabaría escribiendo mensajes de socorro con la yema del dedo índice sobre el vaho, en el cristal hermético de las ventanas, en las pantallas heladas de sus monitores.

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