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La misión de la Universidad

Cuesta trabajo aceptar y asumir los cambios. Es más cómodo, personal y colectivamente, vivir instalados en la seguridad, en valores y principios. ya aceptados, aunque ello nos pueda producir problemas o nos lleve a un callejón sin salida. Cualquier institución, para sobrevivir o, menos dramáticamente, para seguir teniendo un cierto peso social, el que le pertenece o le puede pertenecer, ha de revisar permanentemente su sentido y su razón de ser en cada momento. Si no es así, la institución decae, se agrieta, pierde el valor que tenía, el valor que se le daba.Hago esta reflexión pensando en la Universidad. Porque nada se oye, nadie habla desde hace tiempo, ni de la misión de la Universidad ni de cosas parecidas o relacionadas. Y esto es algo que, creo, debe ser motivo de preocupación. Da la impresión de que este asunto, la misión de la Universidad es un asunto que ya ha quedado resuelto y del que nos podemos olvidar. Hoy lo que verdaderamente preocupa, lo que incluso se ha convertido en una obsesión, son las transferencias y las competencias, el patrocinio y el mecenazgo, cómo vender el producto y cosas así. Las reflexiones que se hacía Ortega sobre la misión de la Universidad de principios de siglo no encuentran, para la Universidad actual, el lugar y el tiempo que, a mi juicio, merecen.

La LRU supone un cambio importante. La LRU ha sido, y sigue siendo, un instrumento necesario, que ha contribuido de una forma importante a adaptar la Universidad a los requerimientos de una sociedad industrial, al establecer la necesaria competencia entre las universidades y poner de relieve implícitamente la responsabilidad de la Universidad en un problema que se ha ido agravando el desempleo. En cierto modo viene a ser la respuesta legal, en un momento y en unas circunstancias determinadas, a cuál debía ser la misión de la Universidad. A las funciones básicas que Ortega asignaba a la Universidad de su tiempo, el desarrollo científico (investigación básica), la formación profesional (profesiones liberales), la extensión de la cultura, la LRU agregaba, en consonancia con una realidad distinta, algunas más: adecuación de las enseñanzas universitarias a las demandas del sistema productivo, a las demandas de la empresa, y responsabilidad de la Universidad en la creación de empleo, y autonomía financiera.

En el horizonte de la preparación de los universitarios ya no están únicamente las profesiones liberales ni las tareas de la Administración. Al contrario, éstas quedan relegadas a un segundo plano. La creciente mano de obra de las empresas públicas y privadas constituye una importante, cada vez más importante, salida profesional para un gran número de urniversitarios.

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En España hemos conocido el desarrollo del Estado de bienestar y su crisis de una forma casi simultánea. Y esto es muy fácil de observar en el caso de la Universidad. La apertura democrática de la Universidad de la que hablaba Ortega se produjo en España en los años sesenta y setenta. Pero enseguida conocemos la crisis y la necesidad de que la Universidad se procure recursos fuera del Estado, la autonomía financiera a la que antes me refería, porque el Estado ya no alcanza, ha llegado a su límite. Así pues, el Estado democratiza el acceso a la Universidad, pero pronto se comprueba que os incapaz de mantenerlo.

En gran medida, la LRU es una respuesta a esta situación y con ella parecía que una parte sustancial del debate sobre la función de la Universidad se podía dar por zanjado. Sin embargo, una ley, con ser importante, incluso, transcendente como en este caso así ha sido, no lo es todo, ni mucho menos. Además, han pasado más de diez años desde la aprobación de la LRU, muchos años en el tiempo que vivimos. La historia se acelera, decimos, y no debemos acomodarnos en lo ya conocido, en la rutina, cuando las cosas cambian en nuestro alrededor.

Hasta hace unos años, una parte al menos de la misión de la Universidad era muy clara para todos: tenía que preparar a la gente para los empleos que existían en el mercado, sencillamente. Hoy, sabemos que esto ya no es así de sencillo, que el empleo no se puede dar por supuesto, sino que hay que contribuir a crearlo, y ésta es una responsabilidad de todos, también de la Universidad. Alguien dijo aquello de que la Universidad es una fábrica de parados, y la frase tuvo fortuna, entre otras cosas, porque reflejaba de una forma muy directa una realidad que muchos estudiantes vivían en carnes propias al acabar sus estudios. Hoy no podemos permitimos el lujo de que la Universidad, en la medida que fuere, sea una fábrica de parados, y en cierto modo ésta es la consecuencia de pensar en ella como una fábrica de empleados.

En la actualidad, la LRU necesita, más que una reforma, un nuevo espíritu, un nuevo impulso. En esté caso, los cambios necesarios se deben producir en las personas y en las propias instituciones más que en la ley. Observamos que las empresas se transforman constantemente, en su estructura corporativa y en la propia organización del trabajo, y como consecuencia aparecen nuevos tipos de trabajo para los que hay que estar preparados, y desaparecen otros. Y sabemos que la Universidad no puede vivir de espaldas a esta realidad. La Universidad debe ser una institución flexible, capaz de anticiparse; capaz de modificar con rapidez no sólo los planes de estudios cuando las circunstancias así lo exijan, sino fundamentalmente sus propuestas sobre los valores y las actitudes que reclaman los nuevos tiempos. Y para que esto sea así son necesarios cambios en las mentalidades y en los comportamientos, es necesaria una revisión que, como decía al principio nunca se debe dejar de lado, de la razón de ser de la Universidad en un mundo que cambia tan velozmente.

Los problemas y las preocupaciones de la Universidad no deberían centrarse exclusivamente en la necesaria adaptación, aunque ésta sea muy importante, o en la mera venta del producto. Antes y además hay que pensar en el contenido y en la finalidad de ese producto. Sabemos que el capital humano es básico para el desarrollo de la empresa, y para la competitividad. En el Libro Blanco sobre el empleo de la Unión Europea se dice que "en la preparación para la sociedad de mañana no basta con poseer un saber y un saber adquirido de una vez para siempre. Es imperativa la actitud para, aprender, para comunicar, para trabajar en grupo, para evaluar la propia situación. Los oficios de mañana exigirán aptitud para formar diagnósticos y hacer propuestas de mejora en todos los niveles; exigirán autonomía, independencia de espíritu y capacidad de análisis, basadas en el saber. De ahí la necesidad de adaptar el contenido de la enseñanza y de dar la posibilidad de mejorar la propia formación cuando sea necesario". Es todo un reto que la Universidad no puede sino afrontar si quiere seguir existiendo como tal.

Pero hay más. En estas circunstancias, difíciles y cambiantes, la función de la Universidad como principal agente de la cultura en su sentido más amplio ha quedado relegada, cuando precisamente ése es uno de sus objetivos esenciales, permanentes a lo largo de toda su historia. La Universidad no puede renunciar a algo que le pertenece y le identifica de una forma tan esencial. En una sociedad democrática, como aspira a ser la nuestra, la contribución de la Universidad en el desarrollo y el cultivo de una cultura cívica, forjadora de ciudadanos responsables y solidarios, y no sólo competentes, innovadores y creativos, es fundamental.

Creo, por tanto, que la Universidad, por muy incómodo que sea, debe volver a plantearse seriamente su misión en el momento actual, y no sólo sobre sus funciones más inmediatas y evidentes, que también ha de hacerlo, sino también sobre su razón de ser más intangible.

Ahora empezamos a decir sociedad de la información donde antes decíamos sociedad industrial. En pocos años, muchas cosas han cambiado, y la Universidad no puede quedarse parada, mirándose el ombligo o preocupándose únicamente por temas menores. Creo que es el momento de un debate serio y riguroso sobre la misión de la Universidad. Y según me parece a mí, el Ministerio de Educación y Ciencia, que se ha quedado prácticamente vacío de competencias administrativas y de dinero, podría y debería ser el impulsor y el promotor de ese debate.

Antonio Sáenz de Miera es director de la Fundación Universidad-Empresa.

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