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El apagón socialista del Estado

Un deseo y una esperanza se extienden hoy por España: que los socialistas sean culpables. Pues de las dos una: o es culpable el Gobierno socialista o lo es el propio sistema, el Estado de derecho mismo.Los gobiernos son los fusibles de la democracia. Un gobierno puede hacerlo mal o incluso hace el mal, directamente. Puede desde amparar el terrorismo hasta practicar el chantaje o la tortura, la estafa o la evasión de impuestos. Pero basta entonces que dicho gobierno caiga para que la democracia, como Venus, recupere prontamente su virginidad.

En 1986 yo escribí que aún le faltaba al partido socialista hacer un servicio a España: "perder las elecciones y mostrar así que, como corresponde a un país democrático, no hay aquí ninguna ideología salvífica, ninguna opción imprescindible, ninguna generación ni regeneración carismática". Hoy, nueve años más tarde, esto ya no basta. Además de resultar perdedores, han de aparecer como culpables de la situación, o al menos como su chivo expiatorio. Pues de no ser así, de no aparecer como los fusibles (fundidos) que han apagado local y temporalmente el flujo de la energía democrática, habrá que creer que "así son las cosas", que "eso es la democracia", que la asociación para delinquir o defraudar no es la arenilla que eventualmente se introdujo en el aparato del Estado de derecho, sino el lubricante que éste necesita para funcionar.

¿Se tratará, como han sugerido, de la arenilla o el polvo heredados del régimen anterior que no llegaron a descubrir cuando levantaron las alfombras? Difícil de creer eso de que quienes sabían lo que no debían a través de informes o escuchas ilegales -y que ya desde tiempos de Guerra amenazaban con dossiers sobre la vida de los demás- resulte ahora que no sabían lo que debían: que tenían en su seno una pandilla de delincuentes cuyo olvido y discreción siguieron pagando hasta ayer con ascensos, dinero negro o cuentas en Suiza.

Dificil de creer incluso, visto cómo va Europa, que ese proceder no sea consustancial tanto a la política interior como exterior del Estado moderno. Parece a menudo como si la democracia sólo pudiera ser defendida de sus alevosos enemigos traicionando aquello mismo en que se funda y que profesa salvaguardar. Defendida con la estafa organizada para financiar los grandes partidos o con el propio terrorismo frente a los terroristas o los ecologistas del Rainbow Warrior. Defendida con el cinismo cuando se apoya un golpe militar contra las urnas en Argelia o se tolera la limpieza étnica en Bosnia y el genocidio de kurdos o saharauis. ¿Quién va a hacer creer, ahora, a los musulmanes que la política europea no es tanto más étnica y tribal que los fundamentalismos que pretende combatir?

Pero lo que en Europa es evidente en España se ha hecho, además, clamoroso, y al menos en dos aspectos el partido y el Gobierno socialista parecen responsables de ello. Dos aspectos directamente relacionados con su misma estructura y genealogía.

El primero de ellos es la propia lógica de la sumisión de un partido socialista donde llegaron a hacer fortuna frases del tipo: quien se mueve no sale en la foto; el que parpadea pierde. O donde se comentaba con sonrisa cómplice lo listo que era ese Mitterrand quemando a sus colaboradores sin chamuscarse él; lo fino que era Craxi a la hora de financiar "imaginativamente" el partido. Éste era el clima de complicidad partidaria que explica en parte que casi nadie dudara ni rechistara ante las prácticas políticas obscenas que se han ido luego descubriendo.

El otro aspecto es más de fondo. Se ha dicho que la derecha de este país tiene poca sensibilidad democrática. ¿Pero acaso a los socialistas les sobra tanta? Antes de la transición, la mayoría de ellos (de nosotros) creía más en la "revolución" o en la "democracia popular" que en el consenso social, y sólo aceptaron faute de mieux la "democracia burguesa" que las circunstancias autorizaban. Cierto que luego pasaron a aquello de "el marxismo como método de análisis" y se convirtieron en demócratas de verdad a menudo ejemplares, aunque a veces con ese deje de doctrinario converso que ha hecho de las en cuestas su nueva superstición. Pero todo esto no entraba en el repertorio de sus pasiones o convicciones juveniles, y no es por ello de extrañar que pronto reaparecieran, rernozados, sus demonlos familiares. Así, su fe en la Razón dialéctica se mutó con demasiada facilidad en pásión por la Razón de Estado; su culto a las " infraestructuras", en afición a las "antecámaras" o en apologética de las "cloacas"; el Imperativo democrático de respetar los espacios de convivencia y racionalidad, en la jacobina pretensión de crearlos.

Sólo a partir de este talante puede explicarse que alguien trate ahora de excusar los robos, asesinatos y demás fechorías de Estado diciendo que al fin y al cabo, y a diferencia de los financieros o los terroristas, ellos los hacían para defender el interés público y el Estado. Yo pienso que a las personas normales esto nos parece más una agravante que una eximente. Al menos los banqueros o los terroristas no engañan a nadie; no dicen que persiguen el bienestar universal y tratan honestamente de eludir como pueden el control de la auditoría o la policía de turno. Que sean delincuentes, en cambio, quienes tienen también el monopolio de la coerción y la violencia legítimas, que se ejerza la delincuencia desde instituciones, con fondos y por presuntos intereses colectivos, eso es algo infinitamente más perverso.

Como perverso y ridículo es el modo en que han tratado de explicar la causa de todos los males; atribuyéndola al resentimiento, las aviesas intenciones o los sórdidos intereses del periódico o del juez que se ha enfrentado a la corrupción de turno. Pues incluso si la intención de éstos hubiera sido espuria o dolosa, habría que decir, como del pecado de Adán, ¡felix culpa! Feliz culpa, en efecto, aquella por la que nos hemos enterado de que en nuestros partidos y en nuestro Gobierno habitaban los delincuentes. Apelar, en estas circunstancias, a los dudosos motivos de quien ha sacado los cadáveres del armario me parece tan pintoresco como un diálogo de esta índole:

-Señorita, Pedro ha tirado a mi hermano por la ventana y le ha roto una pierna.

-No, señorita, no. Juanito me acusa porque no le presté mis lápices de colores y está enfadado conmigo.

-A ver, Juanito, ¿es verdad que no te prestó los lápices y por esto lo acusas?

¿Qué hay en el fondo de Garzón?, ¿es verdad que Conde ... ? ¿No será que El Mundo o EL PAÍS, etcétera, etcétera? ¿Pero a qué tantos juicios de intenciones? ¿A qué tanta busca de la frustración o el interés oculto ? No, aquí no necesitamos tanto un psicoanálisis de los testigos o mensajeros como una catarsis que nos saque de encima a quienes propiciaron esta serie de cortocircuitos y apagones en nuestro Estado de derecho: sólo entonces, quizás, podrá volver a lucir la confianza en la virtud regeneradora del propio sistema democrático. Y a partir de aquí, larga vida y ¡Aire! a quienes hicieron de las suyas hasta creer a veces suyo el aparato del Estado. ¡Aire, más aire, que la circulación del Poder nos devuelva al menos lo que la división de poderes no alcanzó en su día a proteger!

¿Que esto no es condición suficiente para que las cosas se arreglen? Claro que no. ¿Que los otros lo harán peor? Quizás sí, es probable incluso. Pero lo que aquí planteo no es una cuestión de oportunidad, sino de principios y de higiene.

Xavier Ruber de Ventós es filósofo.

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