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Un sueño realizado

Antonio Muñoz Molina

Ha contado Paul McCartney hace unos días que escuchó en sueños la melodía de Yesterday, y que al despertarse había un piano en la habitación y se sentó ante él y repitió sin dificultad la música que todavía recordaba, pero que podía no haber existido nunca si él llega a olvidar ese sueño, como los olvidamos casi todos, o si en el momento en que se sentó al piano hubiera llamado alguien a la puerta. El sueño más célebre de la literatura fue aquel en el que Samuel Taylor Coleridge compuso entero su poema épico Kublay Khan. Nada más despertarse, estremecido por la maravilla y el ímpetu de la inspiración, buscó papel, tinta y tintero y se puso a transcribir los versos espléndidos que habían surgido como un regalo de su imaginación mientras dormía y que ahora regresaban con docilidad a su memoria, convirtiéndolo en un amanuense feliz de sí mismo, pero cuando aún se hallaba en plena tarea llamaron a la puerta y acudió a abrir, y al quedarse solo otra vez ante su mesa de trabajo comprobó que había olvidado el sueño y perdido irreparablemente todos los versos que aún le faltaban por copiar.Ese visitante de Coleridge, de quien no se sabe ni el nombre ni el motivo de su aparición, es el paradigma anónimo de todos los intrusos, de todos los visitantes inoportunos que por contumacia o por simple inconsciencia pueden desbaratar el trance tan frágil de la invención, la soledad y la quietud en las que algunas veces se logra escribir como si se estuviera recordando un sueño. Nos parece que los libros y las canciones que nos gustan pertenecen al orden inmutable de la naturaleza y que llegaron a existir en virtud de una necesidad absoluta, pero lo cierto es que si surgieron fue debido en gran parte a un a casualidad feliz, y que se completaron gracias a una combinación intangible de voluntad y de buena fortuna.

A Coleridge todo su talento y su destreza en el manejo de los sueños de la poesía y del opio no le valieron para recobrar los versos perdidos de Kublay Khan. Paul McCartney soñó Yesterday y se levantó para tocarla como un pianista sonámbulo, y 30 años justos después la canción conserva intacta su melancolía y su delicadeza, su cualidad trémula de canción escuchada en un sueno como un vaticinio del paso del tiempo.

Pero su perfección, su dulzura, su aire de facilidad, son muy engañosos, porque nos la ofrecen como el resultado gratuito de un don, y se nos olvida que el sueño de Paul McCartney no pudo haberlo soñado cualquiera, y que los mejores instantes de iluminación, lo mismo en la música que en la literatura, sólo sobreviven al cabo de un largo adiestramiento, del que, sin embargo, no suelen o no deben quedar demasiadas huellas en el resultado final.

Cuando al mirar un cuadro vemos en él todas las horas de empeño que le ha dedicado el pintor y hasta el esfuerzo muscular que le costaron los trazos sentimos una inmediata antipatía, como la que inspiran esas personas aficionadas al exhibicionismo de sus enfermedades o de su agotamiento. En España se celebra mucho lo que se llama "una prosa muy trabajada", pero yo en cuanto percibo en una página todo el trabajo que le dedicó su autor, toda la carpintería y orfebrería de las palabras y hasta la fontanería de la sintaxis, lo que siento más bien no es admiración, sino agobio, y salgo huyendo en busca de un aire más limpio, de una prosa menos sofocada de laboriosidad, que no es una prosa más trivial o más frívola, ligera, en el sentido que le daba a esa palabra Italo Calvino, una prosa que parezca estar sucediendo en el instante en que la leo ya esa misma velocidad de mi lectura, como le sucedían a Coleridge los versos de Kublay Khan y a Paul McCartney las notas de Yesterday.

Sólo a un intérprete mediocre se le nota la dificultad o la complicación de la partitura que está tocando: los buenos músicos entornan o cierran los ojos igual que si lo fiaran y siempre parece que tocan como pensando un poco en otra cosa, con ese punto de negligencia y hasta de incertidumbre que según Nietzsche hay en las obras maestras.Ahora ve uno a músicos jóvenes de jazz que se lo saben todo, que han alcanzado un dominio prodigioso de sus instrumentos y poseen una erudición infalible acerca de todos los hallazgos de los antiguos maestros, a los que sin duda superan en virtuosismo, y resulta que, sabiendo tanto, lo que hacen es una música perfecta y helada, con una asepsia brillante de superficies de aluminio y grabación digital, un academicismo de lo que en otros tiempos fue atrevimiento, búsqueda y pasión. Empiezan a aburrirnos en el momento en que comprendemos que saben demasiado y que no hay ni una parte de abandono y de sueño en la música que tocan.Uno de los cuentos más inolvidables de Juan Carlos Onetti se titula Un sueño realizado. Una mujer alquila un teatro en quiebra y contrata a los miembros de una compañía fracasada para lograr que representen sobre el escenario, una sola vez y para nadie más que para ella, un sueño simple y vulgar en el que, sin embargo, conoció la máxima felicidad de su vida. Lo guardaba como un tesoro impalpable, sabiendo que si lo recuerda demasiado lo puede gastar igual que si lo olvidara; quiere conservar cada detalle de las cosas que vio, cada matiz misterioso de la emoción, y el único modo que se le ocurre de no perderlo es hacer que aparezca delante de ella, que adquiera gracias a los actores y al decorado la consistencia firme de la realidad.

También siente uno muchas veces que el libro que aún no ha escrito, pero ya está empezando a imaginar, es un principio o un germen o un fragmento de un sueño, una promesa que puede no cumplirse, un regalo o una conjetura de algo que necesitará para existir no sólo todo nuestro entusiasmo y nuestra paciencia, sino también una parte de sonambulismo y de buena suerte, la buena suerte o la astucia que dicen que tienen los sonámbulos para deslizarse a salvo de todo peligro.

Escribir un libro es una tentativa insensata de conservar a lo largo de mucho tiempo ese rescoldo de estremecimiento que nos queda en las mañanas de los mejores despertares, y eso es, lo más raro o lo más difícil de todo: que la literatura, como las canciones, deba ser a la vez un sueño realizado y un trabajo bien hecho; y además que en ciertos instantes no suene el teléfono o no llame a la puerta el fantasma incansable, inoportuno y errante de aquel desconocido que visitó un día a Coleridge.

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