Un vasco ilustrado
A don Julio le ponían nervioso los que dicen eso de "a los vascos no nos entienden". "¡Pero como no le van a entender a usted, hombre!", apostrofaba con su mejor voz de cascarrabias a un interlocutor imaginario. "¡A usted le entiende cualquiera! ¡A usted lo que le pasa es que es tonto!". En lugar de quejarse de incomprensiones imaginarias, él sí que había dedicado muchas horas a entender a los vascos: a los de antes y también a los de ahora. Como todos los que han estudiado a fondo esa comunidad, rechazaba la mitología esencialista y sabia que ninguna identidad colectiva es emanación necesaria y permanente de un ser nacional, sino un conjunto de opciones accidentales o interesadas cuya genealogía puede rastrearse. Y don Julio se dedicó a ese desentrañamiento paciente de lo que los milenaristas dan por supuesto, desvelando ficciones históricas y añadiendo aquí o allá unas gotas salutíferas de ironía.Pero su propio perfil humano e intelectual era el mejor mentís a cualquier estereotipo risible del vasco atávico. Don Julio Caro Baroja fue un vasco muy vasco, sí, y por tanto un vasco italianizado, un vasco abierto, madrileño, europeo, un vasco ilustrado y dieciochesco como aquellos que charlaban en Vergara acerca de todos los temas de la Enciclopedia y se escribían con Voltaire. El otro día, Félix de Azúa bosquejaba en este mismo periódico el esperpento divertido y cruel de la España bárbara en la que chapoteamos, a cuya miseria moral y política los vascos que se consideran más antiespañoles no son precisamente ajenos. Pues bien, don Julio fue vasco y español en el sentido menos bárbaro de ambos términos, en ese sentido que no agita banderas, sino que visita bibliotecas; que no escupe por el colmillo, sino que desdramatiza los símbolos y relativiza las pasiones gregarias. Otros podrán hablar mejor de sus contribuciones científicas a la antropología, de la recatada contención de sus ensayos, en los que se puede aprender de todo menos a berrear disparates: yo prefiero recordar aquí su socarronería escéptica y tolerante, un día que bajamos juntos charlando la cuesta de Zorroaga desde la facultad, disfrutando el tímido -¿barojiano?- sol de la primavera donostiarra.
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