Tortura y muerte del tuerto Musá
El salvaje asesinato de un checheno por soldados rusos simboliza las heridas abiertas por la guerra
ENVIADO ESPECIALLos combates han terminado en Chechenia, al menos por ahora. Pero no las tragedias. Algunas amenazan con sofocar los tiernos brotes de reconciliación que con tanta dificultad nacen en esta pequeña república del Norte del Cáucaso. Musá Timéyev salió a pescar hace cinco días. No regresé. Lo encontraron tres días más tarde, apuñalado, torturado, castrado, y con varios impactos de bala en el cuerpo.
Musá era un tuerto de 22 años que vivía en el caserío Verjotói de la aldea de Tsavedenó, en el distrito montañoso de Vedenó. Precisamente en el pueblo de Vedenó -en el siglo pasado una de las capitales del imán Shamil, jefe de la resistencia caucásica al imperio zarista- estuvo la última plaza fuerte del presidente independentista Dzhojar Dudáiev, antes de que éste se viera obligado a esconderse en las montañas.
Una mañana, Musá salió con su cana como solía, para dar gusto a su padre enfermo y obligado a guardar cama desde hace varios años. Al viejo le encanta el pescado, y su hijo era el encargado detraérselo. Pero aquel día no volvió.
Los aldeanos pidieron ayuda al jefe del regimiento ruso de Elistanzhí, a unos 10 kilómetros. Y se inició la búsqueda, que no dio resultado durante dos días. Al terceto, con permiso del oficial ruso, los campesinos empezaron a revisar los terrenos cercanos a los puestos militares. Cerca de uno de ellos, descubrieron una fosa reciente. Un teniente les dijo que allí habían enterrado una vaca muerta.
Cuando los tres chechenos exigieron ver la vaca, el teniente e negó y dio una señal a sus ombres. Un checheno, sospechando que los podían matar, uyó. Volvió después con decenas de hombres que buscaban a Musá. Los soldados habían excavado ya la tumba, en la que o había vaca alguna, y habían levado el cuerpo de Musá hacia un abismo. Pero los aldeanos les rodearon antes.
En las 40 casas de Veijotói hay luto. Sentadas en el patio, las vecinas de Musá, unas treinta mujeres, con las cabezas cubiertas por pañuelos en su mayoría blancos, lloran a gritos la muerte del joven. En el hogar de Musá, los ancianos piden a Alá que perdone los pecados que el tuerto pudo haber cometido en esta vida. Tres días llorarán a Musá las mujeres, y tres días rezarán por él los ancianos. Así lo exige la religión musulmana, que todos profesan aquí.
Musá está en su casa, en la habitación contigua a la de su padre enfermo. Al entrar, te golpea un fuerte olor a descomposición. La visión del cuerpo de Musá no hace más que aumentar las náuseas, y a ellas se, añade el horror. Yace desnudo, con un pequeño paño que le cubre el sexo. Tiene tres grandes tajos, uno a cada costado y otro en la garganta. El puñal también se ensañó con el ojo sano de Musá. Dos orificios de bala simétricos se ven en la parte alta del pecho. Un anciano me hace leñas. Me acerco, y levanta el paño que cubría el sexo de Musá: está castrado.
"¡Mira lo que le han hecho! ¡Si sólo lo hubieran matado!, pero lo ataron a un árbol, lo torturaron, le rompieron todos los huesos,fíjate en los brazos, en las piernas, lo apuñalaron, lo balearon, lo privaron de su hombría. ¿Cómo podemos mirar a los soldados rusos ahora si no es como a salvajes asesinos?", me grita el anciano.
"Si no fusilan al asesino o si no nos lo entregan, entonces tomaremos la venganza por nuestra propia cuenta2, se lamenta Alaudí, cuñado de Musá. "¡Y nosotros que creíamos que había llegado la paz, que los soldados rusos finpondrían el orden!".
Aram Akopián, teniente coronel ruso y jefe del regimiento. emplazado en las afueras de Elistanzhi confirma los hechos: "Es un asesino, un sádico, un maniaco. Los soldados que estaban con él no querían obedecer sus órdenes, pero les amenazó con fusilarlos. El que torturó y mató fue solo él". El sádico resultó ser el teniente VIadímir Zhipolénkov, subjefe de pelotón encargado del trabajo educativo entre los soldados, una especie de comisario político. Fue detenido, pero se fugó o los soldados de guardia le permitieron huir. Ahora Akopián trata de encontrarlo. "Lo que más deseo someter a ese canalla a un consejo de guerra y fusilarle delante de todos", dice con rabia. "Tengo que proteger a mis soldados y evitar nuevas muertes. Si la población local se venga y mata a alguno de mis hombres, yo me veré obligado a responder y la sangre correrá de nuevo. No puedo permitirlo. Si un checheno me llama, abre el maletero de su auto y me muestra su cadaver yo le diré: 'A la mierda con él, se lo tenía merecido".
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