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El final del desdén

Juan Cruz

Cuando Mario Vargas Llosa ganó la primera convocatoria del Premio Rómulo Gallegos, la Revolución Cubana era aún protagonista de todas las esperanzas sociales y políticas de un lado y del otro del mundo; lo contaminó todo, al principio gozosamente, y contaminó también la percepción de la literatura. Esa atmósfera y ese compromiso intercontinental estuvo presente en el discurso de aceptación de aquel premio que pronunció entonces el escritor peruano. Por otra parte, América Latina vivía en España, en el ámbito literario, una luna de miel que parecía duradera. A aquella situación idílica de la relación literaria todos la llamaron boom.

Ese sustantivo inglés consolidó uno de los instantes más placenteros de la literatura en castellano en este siglo. Y, en cierto modo, aquel Premio Rómulo Gallegos, que recordaba cada año la memoria del autor de Doña Bárbara, se constituyó durante mucho tiempo en caja de resonancia de los novelistas que protagonizaron la explosión. El Rómulo Gallegos fue también una especie de reflejo de lo que en ese sentido de la literatura global hispanoamericana resultó la actitud editorial de Carlos Barral, de su Biblioteca Breve, y también del Premio Formentor, en la España de los años sesenta. Había como un difuso eje Caracas-Barcelona del que muchas veces habló burlón Juan Carlos Onetti.

No fue ajena la política -la esperanza política- a aquella explosión literaria, y en cierta manera era lógico que se marcara precisamente hablando de Cuba el inicio de un galardón que nacía también para vertebrar la propia esperanza en la imaginación social y cultural de América Latina.

A Vargas Llosa siguieron luego, en la primera etapa del premio, entre otros, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Arturo Uslar Pietri, lo que en los inicios del Rómulo Gallegos parecía formular también este manifiesto: los latinoamericanos, consolidados en su propio territorio, se premian a sí mismos. Ni más ni menos, como hacían ya los españoles. Poco a poco, además, la desidia cultural de este lado -el desdén primero y el desdén mutuo en seguida- arrinconó nuestro interés por la literatura de la otra orilla, se fue esfumando lo que había sido la esperanza política cubana y todos empezamos a aburrimos, desencantados y egocéntricos. El Premio Cervantes, que fue la contribución de la democracia al respeto literario mutuo, nació, acaso sin saberlo, para corregir la desavenencia, se propuso alternar a los premiados, y consiguió convencer a América Latina de que aquí no nos lo guisamos ni nos lo comemos entre nosotros solos. Pero era -es-, en efecto, una aberración: España es un país y América Latina es una multitud de países. Sin embargo, en la competencia ellos siempre parecen un solo país y nosotros -España, España, España- parecemos ciudadanos de un lugar de mil países. Pasa también en el Príncipe de Asturias, y pasa tanto en tantas cosas que los latinoamericanos deben estar hartos ya de hablar la misma lengua que nosotros.

Las trincheras han estado cerradas y vigilantes demasiado tiempo desde el boom a nuestros días. Ha habido excepciones de ida y vuelta, y una precisamente fue protagonizada hace poco por Mario Vargas Llosa, que fue designado casi al unísono Premio Cervantes, académico de la Española y ciudadano español. Pero excepciones de esa generosidad han sido escasas.

Ahora se acaba de producir un hecho que vuelve a tener al Rómulo Gallegos como símbolo de la posibilidad de juntar las dos orillas. La concesión, por un jurado mayoritariamente latinoamericano, de ese premio de tanta trascendencia internacional a Javier Marías, que se constituye hasta ahora en el único "extranjero que lo obtiene", debe tomarse como lo que es: el reconocimiento a una novela, Mañana en la batalla piensa en mí (Anagrama) y también, quizá, la señal de que acaba el desdén mutuo y que el principal galardón de América Latina se fija en la escritura que se produce fuera de sus difusas y múltiples fronteras. A nivel más general, y en lo que tiene como reconocimiento de lo que se escribe en España, habría que recordar lo que una vez dijo Carlos Fuentes cuando a García Márquez le dieron el Nobel: "Ya no tenemos que preocupamos los latinoamericanos por conseguir el Nobel: teniéndolo Gabo ya lo tenemos todos nosotros".

Que se haya dado en Caracas da ocasión, además, para restituir a los venezolanos el respeto que merece país tan generoso con nosotros y tan denostado, por razones políticas y económicas en los últimos años.

Un premio importante para una historia simbólica. Cuando le concedieron el galardón a Marías alguien le comentó al citado Carlos Fuentes:

-Con respecto a la literatura española, América Latina pierde por fin la virginidad.

A lo que respondió el autor de Cambio de piel:

- ¿Y no será al revés, que por fin España pierde la virginidad con respecto a América Latina?

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