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Pasado en blanco y negro

Antonio Muñoz Molina

Puede que nuestros hijos recuerden cuando sean mayores un pasado en color, pero el nuestro es definitivamente un pasado en blanco y negro: no el blanco y negro satinado y lírico de las fotos antiguas o de las películas de cuando nuestros padres eran jóvenes, sino el blanco y negro de la televisión de nuestra adolescencia, que tenía una sucia tonalidad de ceniza y daba a todas las cosas, lo mismo a los anuncios brutales de tabaco negro o de coñac que a los programas informativos o a los bailes folclóricos, un realismo sórdido y penitenciario, una lividez de caras ojerosas y cejijuntas, patillas largas y negras mandíbulas sin afeitar.La memoria consciente no está muy dotada para retener esa clase de matices en los que se contiene cifrado el secreto del tiempo. Incluso podría decirse ,que para lo que menos sirve la memoria consciente es para recordar. Yo no me habría acordado de ese blanco y negro de los últimos, años del franquismo si no hubiera visto el domingo pasado el primer capítulo de esa serie sobre la transición que ha hecho Victoria Prego, despertándome del letargo del anochecer del verano para impulsarme a un viaje instantáneo al pasado de hace 22 años, a un pasado en el que se me confunden los recuerdos personales de la adolescencia y la excitación y el miedo de los hechos históricos. La televisión, que en general es un artefacto muy adecua do para lobotomizar a los pobres y a los ignorantes, se convirtió durante una hora en una magnífica máquina del tiempo.

El 20 de diciembre de 1973 parece ahora una fecha antediluviana, y las imágenes de la voladura del coche de Carrero Blanco o de su funeral tienen una cualidad remota de documentales antiguos. Nada se parece a entonces: ni los coches, ni los uniformes de los policías, ni siquiera las caras de la gente, que son caras más rudas, como de otro país, caras más pobres y ya tocadas por la melancolía del anacronismo. Pero, yo puedo acordarme con toda claridad de aquella mañana, del color gris con que amaneció el día, de lo que pensé y sentí mientras intercambiaba rumores e hipótesis con mis amigos o caminaba por las calles que se habían quedado vacías, en un silencio de, expectación sobre cogida.

Sentíamos con extrañeza, con dubitativa ilusión, que por primera vez en nuestras vidas había ocurrido algo, que el tiempo mineral de la dictadura y de los telediarios en blanco y negro se había estremecido con la onda expansiva de aquella explosión. Con la impaciencia. romántica y antifranquista de los 17 años encendíamos la radio y la televisión y lo único que encontrábamos era un muro lúgubre de música clásica y silencio oficial, de luto en blanco y negro. Pero no éramos tan parecidos a quienes somos ahora como el recuerdo nos sugiere: en realidad nos parecíamos a esa gente anónima de los documentales, llevábamos patillas largas y vaqueros de campana y alimentábamos con la misma vehemencia imágenes de libertad y de terror.

He leído en alguna reseña suspicaz que este programa de Victoria Prego no aporta nada que no se supiera ya, lo cual demuestra que los especialistas en televisión tienden a ser tan enterados y perdonavidas como los especialistas en literatura. Lo que yo descubría el domingo no era lo que ignoraba, sino lo que había olvidado, la propia sagacidad inconsciente con que el olvido nos corrige o nos suprime el pasado.

Acordarse de los últimos días de 1973 en el verano de 1995 era descubrir como una novedad abrumadora el abismo de tiempo entre el ahora y el entonces y comprender de pronto lo más obvio lo que se ha vuelto más borroso enmedio de la confusión, la diferencia entre un país aislado y sometido a la dictadura y a la corte siniestra de un vejestorio fósil y un país en libertad.

Con demasiada frecuencia y demasiada frivolidad se quieren buscar paralelismos entre el ayer de esos años y el hoy de la corrupción, de la sospecha y el desaliento, pero en esa actitud hay tanto de mala idea como de mala memoria, cuando no un fondo de desprecio totalitario por la democracia. Basta ver durante unos minutos las imágenes atesoradas por Victoria Prego para estremecerse de nuevo con el blanco y negro del franquismo, con las voces de entonces, con la retórica de floripondio y chulería de las declaraciones oficiales oficiales, con aquellas caras y aquellas gafas oscuras y aquellos uniformes y brazos levantados, con la severidad amenazante con que un locutor de televisión, sentado ante una cortina negra, decía en un tono entre eclesiástico y castrense, con resonancias de cripta:

- Atención, españoles, habla Su Excelencia el Jefe de Estado.

Cuántos años sin ver en la televisión esas facciones de vejez eterna, temblorosa, obstinada, sin escuchar ese hilo imposible de voz que ya entonces nos sonaba como la voz de un bisabuelo de ultratumba, un tirano en bata de casa y zapatillas de paño que parecía que iba a quedarse en la pantalla del televisor para siempre, como esos viejos que sobreviven tristemente décadas enteras sentados y callados en la mesa camilla familiar.

La generación que nació entonces está llegando ahora a la edad adulta sin ningún rastro en su memoria de nuestro pasa do en blanco y negro de ceniza y hollín y diciembres franquistas. Hay una amnesia de programada ignorancia y de presente a todo color, pero también hay otra que busca con fundir estos tiempos con aquellos usando la trampa igualadora de la mentira y el olvido. En los años ochenta parecía que la rememoración de las crueldades de la dictadura y del heroísmo de quienes se sublevaban contra ella era una inconveniencia, la obsesión residual y resentida de unos pocos nostálgicos. "Recuérdalo tú y recuérdalo a otros", escribió Luis Cernuda: ahora nos damos cuenta de que el recuerdo es sobre todo una urgente obligación civil, un atributo de la libertad que imaginábamos en aquellas mañanas invernales de 1973.

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