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Encierro sangriento

Los toros de Cebada Gago cumplieron con su trágica tradición y cornearon a un mozo y a un anciano

Alfonso Sola, pamplonés de 37 años, tenía el cuello rajado con tal limpieza que parecía que le hubiera sido cortado por un bisturí. La herida, de dos dedos de ancho, iba desde casi la nuez hasta la vertical de la oreja derecha. Permanecía inmóvil, en el suelo, mientras las asistencias le iban cambiando las compresas, según se iban empapando en sangre. Estaba consciente, pero no hablaba; tampoco podía, porque le habían sido diseccionadas las cuerdas vocales. Un miembro de la Cruz Roja le administraba suero; otro le acariciaba la cabeza para secarle el sudor, que comenzaba a brotar, y calmarle. Alfonso Sola, quizá, temiera haber sido degollado.Trescientos metros más atrás, otro hombre, un estadounidense, Fred Kishaba, llevaba una comada en la axila, un lugar por donde el pitón no encuentra obstáculo para alcanzar zonas vitales, y tenía, además, 70 años. Los toros de Cebada Gago cumplían con su aterradora tradición en los encierros: siempre dejan tras de sí un reguero de sangre.

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Cayó el diluvio

Estos toros, que pastan en Paterna de la Rivera (Cádiz), no son enormes, tampoco tienen un aspecto terrorífico, ni están poseidos por el demonio. Ocurre, simplemente, que cuando cogen, calan. Sus cuernos no han sido manipulados y basta que a uno le rozen para que produzcan la herida. Los de ayer no quisieron hacer daño, simplemente tropezaron con dos hombres que se interpusieron en su camino. Si hubieran querido coger, echado la cabeza a un lado, catapultar toda su fuerza a través del poderosísimo cuello y lanzar el certero derrote hacia la carne, Sola hubiera sido decapitado y Kishaba tendría el corazón partido en dos.

Frente a tres mozos

La cogida de Sola fue imperceptible. La manada, muy estirada, llegaba a la plaza cuando alguien distrajo la atención a uno de los dos toros castaños del encierro. Se fue hacia la izquierda, encontró a tres mozos junto al vallado y los hizo una pelota en su empuje. Uno salió rodando por debajo del vallado, otro, ya con el cuello diseccionado, quedó tendido en el suelo y al tercero se lo llevó por delante cinco metros tratándoselo de quitar de encima.

La hemorragia que sufría Alfonso Sola hacía temer una tragedia, por el lugar tan delicado en el que había sido herido. Las asistencias se precipitaron sobre él y comenzaron a aplicarle compresas en el cuello. Cuando, empapadas en sangre, las retiraron para sustituirlas por otras y comprobaron que a través del rajón sólo se veía la carne sanguinoleante y no la yugular diseccionada, respiraron. La herida podía ser grave, como de hecho lo fue -el pitón llegó hasta la base de la lengua-, pero no mortal.

Alfonso Sola fue víctima del tremendo riesgo que siempre permanece latente en el encierro. No cometió ninguna imprudencia, el toro tampoco quiso cogerle, pero casi acaba desangrado. El corría junto a la manada, la res se venció hacia su lado, cayó y en la confusión el pitón le abrió el cuello. Simplemente mala suerte, pero también la confirmación de que el toro no tiene necesidad de embestir para hacer daño.

Los corredores extranjeros son quienes están pagando mayoritariamente las malas consecuencias que puede acarrear el encierro. El alcalde de Pamplona, Javier Chourraut, denunció que "sobre todo los estadounidenses creen que las reses son como las vacas de Texas y no saben medir el riesgo que supone despreciar al toro".

De los tres corredores que han sido corneados hasta el momento, uno es de Nueva Zelanda y otro estadounidense. Ayer, además de éste, otro compatriota suyo quedó hospitalizado en estado grave, Benjamín Reich, de 18 años.

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