El gozo de ver crecer la yerba
Eric Rohmer es uno de los dos 0 tres únicos directores-autores de cine que existen. Es un viejo creador al que divierte disfrazarse de aprendiz y hacer su enésima película como si fuera la primera. Hace años comenzó una serie de Cuentos de las cuatro estaciones e hizo sólo dos. Se atascó y los aplazó. A Rohmer el paso de los años le mete prisa en el cuerpo en vez de parsimonia. Cuanto más envejece más urgencia de vivir le entra; y vivir para él es filmar. De ahí los súbitos rodajes de El árbol, el alcalde y la mediateca y Les rendez-vous de Paris.Para los engrasadores de las rutinas de la industria de fabricar películas, Rohiner es un escándalo viviente. Sale a la calle con un fajo de folios, cita en el bar de la esquina a un grupo de jóvenes que se sitúan unos detrás y otros delante de una cámara de 16 milímetros; y en dos o tres semanas extrae de la nada una película que, con la vigésima parte del presupuesto de un rodaje convencional, recorre las pantallas de medio mundo, decuplica en ganancias su coste y finalmente engrosa las estanterías de todas las cinematecas del mundo, mientras los filmes de la maquinaria industrial quedan, salvo excepciones de esas que confirman la regla, encerradas en pantallas caseras, luego se convierten en tiempo bruto de relleno televisivo y finalmente no aportan ni un gramo de celuloide a la memoria del cine.
Les rendez-vous de Paris
Dirección y guión: Eric Rohmer. Francia, 1994. Madrid: Alphaville.
Les rendez-vous de Paris es una de esas miniaturas -que parecen improvisadas, pero que están en realidad elaboradísimas- del célebre artesano francés: un juego de tres mediometrajes de cine urbano callejero, tan astuta e ingeniosamente fundidos entre sí, que conforman un largometraje en toda la regla, una unidad medidísima y más compleja que lo que la piel de sus imágenes permite deducir a primera vista. No hay descuido bajo la sensación de facilidad que brota de la pantalla. Por el contrario, la forma cinematográfica suprema, la que otorga un tempo propio al relato y gradúa los ritmos interiores de la secuencia, es en este humilde filme un alarde de relojería.
No es lo mismo forma que ornamento. Las películas resumibles en estampas e imágenes quietas, suelen ser pobres formalmente, pues el acabamiento visual es una manera de enmascarar la ausencia de verdadera forma, es decir: de configuración interior de la secuencia. Y Rohmer descarna sus relatos hasta dejarlos sostenidos únicamente por el hilo de la complejísima sencillez de su transcurso, es decir: reducidos a pura secuencia, a pura forma, a casi abstracción pese a la total concreción de los contenidos formalizados.
Como ironizaba Arthur Penn, en las películas de Rohmer se ve crecer la yerba. Pero el misterio de este creador radica en su capacidad para convertir en un gozoso espectáculo el crecimiento de la yerba o, en esta ocasión, del asfalto.
Babelia
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