El escritor involuntario
Don Julio Caro Baroja es una sabiduría oceánica, una biblioteca en movimiento, un lujo español que nuestra enteca Universidad ha soslayado. Don Julio Caro Baroja ha sido, es, uno de nuestros grandes antropólogos, uno de nuestros mayores etnólogos, uno de nuestros historiadores supremos. Don Julio Caro Baroja es también un escritor ineludible: un escritor que no ha querido serlo. Contra su voluntad seguramente, este sobrino de narrador ha alumbrado narraciones y ha hecho literatura memorial destinada a la perduración.Así, entre las páginas de El señor inquisidor y otras vidas por oficio -qué título, Dios- hay una historia que podría haber firmado Jorge Luis Borges. Es la historia de Demetrio Phocas y su criado Miguel Rizo, dos griegos que recalan en el Toledo del siglo XVI, donde ambos son denunciados por turcos y mahometanos practicantes y el segundo es procesado por la Inquisición. Rizon, que arriesga la hoguera, no sabe una: palabra de español. Pero en Toledo hay quien sí sabe griego y castellano. Se llama... Doménico Theotocopulos, El Greco, y él es quien actúa de intérprete en el proceso que se resuelve al cabo de la absolución.
Don Julio Caro Baroja es autor de un libro, Los Baroja, que debe señalarse con piedra blanca en el arduo camino de nuestra literatura memorial. Estas memorias familiares se publicaron en 1972, el mismo año de las Memorias de un niño de derechas, de Francisco Umbral, y tres antes de los Años de penitencia, de Carlos Barral.
Con estas referencias quiero precisar lo que supusieron de novedad, de bocanada de aire limpio de dogmas y proclamas fraudulentas, en un país como aquel, tan hostil, y no por azar, a la iluminación de las vidas públicas y privadas, de la memoria colectiva y de las historias personales. Los Baroja es un fresco de España desde la segunda hasta la sexta década del siglo y es también una turbadora crónica familiar. O al revés.
Un narrador escéptico, liberal, irónico y sabio, va contando las peripecias de los Baroja: los grandes (Pío, Ricardo, Rafael) y los no menos grandes y singulares de la aventura familiar. En ondas concéntricas surgen los personajes más diversos, cultos y populares, urbanos y agrestes, figuras y figurantes del denso paisaje español; surge Madrid -el Madrid callejero y populachero de capital de corte y lugarón manchego-; surge el caserón de Itzea, mágico y erudito; surge, fluye la historia nacional: el antirrepublicanismo de don Pío, a quien por poco fusilaron los carlistas, la mediocridad de la posguerra, los primeros libros de don Julio, su deslumbrado descubrimiento de Andalucía, otras rutas y viajes, sus amores difíciles y fracasados -el memorialista no se exhibe, pero tampoco escamotea sus laberintos-.
Y la muerte, las muertes: primero la madre, alta, dulce, delgada y rubia; luego el tío Ricardo, anticlerical y pagano, que se reconcilia con la iglesia por amor de su mujer, pero sigue. leyendo a Lucrecio; después, don Pío navegando con el cerebro roto hasta arribar al cementerio civil. Más de quinientas páginas populosas de observación humana, de mirada sabia, honda y melancólica. Fueron una lección; lo siguen siendo.
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