Póquer peligroso
Durante 50 años, un orden mundial bipolar proporcionó una cuadrícula muy simple para la lectura de la historia. Había buenos y malos, aliados y adversarios. Hoy, todo ha cambiado. A la oposición de dos ideologías ha sucedido una multitud de conflictos religiosos, batallas étnicas, competiciones económicas, rivalidades tecnológicas, con unas alianzas cambiantes en las que el enemigo mortal en un frente puede ser el aliado principal en otro. La imagen del juego de ajedrez, tan obsesiva durante la guerra fría, ya no es una metáfora pertinente, ahora la geopolítica se asemeja más a una serie de partidas de póquer simultáneas contra adversarios en coaliciones imprevisibles. En este desorden se forjan las reglas del juego del siglo XXI, que no será una repetición de una época anterior: tendrá su propia forma, sus propios principios, su propia ética. Estará constituido por la desmesura del bien y del mal.En su formidable complejidad, la crisis yugoslava lo prefigura y engendra. Ahí se dan -como en Nigeria o Asia central- todas las dimensiones de los combates de mañana, y en particular el enfrentamiento entre el islam y la modernidad, entre el orden supranacional y los pueblos, entre el Norte y el Sur. El fracaso en esta crisis supone un caos seguro y duradero en todo el planeta. Durante mucho tiempo, los pueblos de los Balcanes vivieron al abrigo de sus demonios personales perezosamente acurrucados bajo unos imperios más o menos totalitarios. Una vez desaparecidos esos amos, se ven obligados a definirse, y no es fácil: el imperio se burla de las fronteras; la nación las exige; el mercado las barre. Estos pueblos se encuentran divididos en tribus, desorientados en un torbellino de identidades perdidas antes de ser encontradas y de odios sin perdón.
Los europeos son particularmente culpables: Alemania y Austria alentaron a eslovenos y croatas con una inconsciencia diabólica. Francia, demasiado ocupada en manejar mal que bien la reunificación alemana, no se atrevió a imponer a los minúsculos Estados balcánicos lo que había obtenido de la poderosa Alemania: el reconocimiento previo de sus vecinos y de sus fronteras. Tampoco exigió a ésta imponer esos mismos principios a su aliado croata. Rusia empujó a la Serbia de Milosevie a reivindicar, a través de Karadzic, el control de parte de otra provincia yugoslava, arrasando ciudades y pueblos sin que nadie hiciera más que fruncir el ceño. Y EE UU decidió que no merecía la pena arriesgar la vida de uno solo de sus soldados por una causa sin petróleo ni mercados.
Así, mientras la civilización suele reservar al Estado el monopolio del derecho Sobre la vida y la muerte de los ciudadanos, la comunidad de naciones ha reconocido en este caso a los asesinos el derecho a erigirse en Estado. En definitiva, todo el mundo se comportó como si las alianzas hubieran vuelto a ser las de 1914: Francia con Rusia y Serbia, Alemania con Croacia, Turquía con Bosnia. Y Reino Unido, como de costumbre, echaba leña a todos los fuegos. En Europa, nadie quiso correr el riesgo de una discusión seria por miedo, primero, a perjudicar la firma del Tratado de Maastricht, luego su ratifica ción, luego la moneda única, luego las negociaciones sobre la pesca o sobre la ampliación. Así, bajo pretexto de construir la UE, dejó que aniquilaran una parte de Europa. Y bajo el pretexto de mantener la ficción del orden de la ONU se votaron resoluciones que se sabían inaplicables.
Si los dirigentes occidentales siguen dejándose guiar por la cobardía y el egoísmo, surgirá inexorablemente un nuevo orden internacional, del que un día también ellos serán víctimas:
- El derecho a rectificar las fronteras y a desplazar poblaciones por la fuerza.
- El derecho a ser reconocido como interlocutor válido mediante violaciones, matanzas y torturas.
- El derecho a poner en ridículo a las organizaciones internacionales haciéndoles decidir una política para la que no disponen de medios.
Lo que seguirá es fácil de, prever. Las fuerzas internacionales se retirarán de la región; Bosnia será despedazada; se ensayarán allí las armas de la guerra del futuro; se implantará un pequeño Estado fundamentalista. En otros países -en Hungría, en Albania, en Bulgaria, pero también en Italia, en España, en Bélgica-, los ricos se sentirán libres de deshacerse de los pobres bajo pretextos étnicos o políticos. Se reconocerá como nación a cualquiera que se declare como tal. La UE no será ya más que un vago club cristiano. El fundamentalismo se convertirá en el último recurso de un islam engañado. Estados Unidos y la UE no podrán ya pretender ser los gendarmes del mundo. Las organizaciones internacionales recibirán el golpe de gracia. Para evitar estos desastres, hay que correr desde ya el riesgo de una discusión seria, aunque sea conflictiva, en primer lugar entre los europeos. No servirá de nada tener una moneda única si tenemos la guerra a la puerta. Y, puesto que de póquer se trata, hay que poner sobre la mesa todas nuestras cartas. La cumbre de Cannes proporciona una de las últimas ocasiones de hacerlo. Hay que acabar con cuatro ambigüedades:
1. Hay que designar al enemigo y hacérselo saber. El agresor es serbio desde las matanzas de Vukovar, aunque los croatas y bosnios no estén exentos de críticas. No hay duda de que hay que distinguir al pueblo serbio de sus dirigentes y apoyar a los que, en Belgrado, luchan por la democracia. Pero el Gobierno serbio sólo debería escapar al ostracismo internacional si combate a Karadzic -que deshonra al pueblo serbio como Hitler deshonró a los alemanes- y si reconoce el derecho de Bosnia a la existencia incluso antes de que un referéndum determine su territorio.
2. Fijar objetivos de guerra y dotarse de los medios para alcanzarlos. Hasta ahora, las tropas que sirven en Bosnia -sean de la ONU o de la OTAN- no tienen ningún objetivo preciso. Y un ejército sin objetivo de guerra es un ejército vencido de antemano. Este objetivo no podría ser exclusivamente establecer un alto el fuego ilusorio. Debe ser, como mínimo, acabar con las bandas de Karadzic, y, como máximo, derribar al régimen de Belgrado si se niega a combatirlas.
Para esto, no podrá uno conformarse con la actual fuerza internacional humillada e inválida, y con la que nadie sabe qué hacer. Y aún menos imaginar una retirada vergonzosa, que precipitaría la catástrofe. Hay que enviar un auténtico ejército, profesional, operativo. La OTAN no tiene ni los medios, ni las ganas, ni la competencia. Si los franceses y los alemanes lo deciden, y es la única opción realista aparte de la retirada, el Cuerpo de Ejército Europeo será la institución mejor adaptada a esa tarea, sin que para ello necesite un mandato vacío de NU. Por lo demás, sería una buena ocasión para incluir en él a los británicos, interesar en él a los turcos... y, por qué no, quizá un día, a los rusos.
3. Fijar objetivos de paz y obtener recursos para financiarlos. Después de haber acabado con los enemigos de la democracia y establecido en esos países regímenes que se reconozcan mutuamente, habrá que ayudar a la reconstrucción de sus economías, en el contexto de su integración progresiva en la UE. Son grandes obras para el siglo que viene, cuya agenda hay que prever ya.
4. Imaginar las instituciones internacionales necesarias y crearlas. Para que todo esto sirva también para prevenir desórdenes del mismo tipo en otros lugares del mundo, habría que dotar a las NU de un presupuesto apropiado, de una policía autónoma y de un tribunal internacional soberano.
Se dirá que todo esto es utópico. Desde luego. Pero es nuestra única oportunidad de paz: toda Europa -y no sólo Bosnia- deberá vivir junta mañana, en la democracia y la modernidad, musulmanes y cristianos, católicos y ortodoxos: deberá ser el puente entre Occidente y Oriente, y su futuro económico y político se jugará en el Este y el Sur. Si no consigue pasar este rito de transición, aunque sea a costa de la guerra, habrá conseguido la proeza de perder al mismo tiempo al ajedrez y al póquer, y pagará durante mucho tiempo el precio de las barbaries del siglo que se acaba.
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