Un espía en cada casa
ES POSIBLE que los servicios secretos de otros países con gran tradición democrática dediquen parted de su presupuesto a escuchar conversaciones privadas de ministros, empresarios particulares o periodistas. Incluso puede admitirse, en el límite, que lo justifiquen con la misma torpeza argumental que la exhibida por el Cesid (Centro Superior de Información de la Defensa). Pero no es habitual que entre los espiados figure el jefe del Estado. Y es inverosímil que un escándalo como éste no provoque de inmediato dimisiones o ceses. Hay, pues, al menos esa diferencia. El servicio secreto español ha reconocido haber grabado Conversaciones de políticos, empresarios, periodistas, ministros. Incluso del Rey y su entorno más íntimo. Es un escándalo. Lo es, por supuesto, si el espionaje corresponde a un plan deliberado del Cesid, que vulnera claramente la ley. Pero lo es también si la decisión de realizar esas grabaciones, y luego de conservarlas y hacer pública su existencia, corresponde a la iniciativa individual de algún mando del Cesid. Y sea por inspiración propia o ajena. En ambos casos es evidente una aterradora vulnerabilidad del Estado.
El Cesid reconoce en su nota que durante años ha grabado sin autorización judicial infinidad de conversaciones telefónicas de personas, incluso de altas autoridades del Estado, que nada tenían que ver con las "actividades ilegales" que investigaba. Pero añade que esas grabaciones se realizaron "por azar", que "nunca ha existido utilización de las informaciones recogidas" y que no eran ilegales hasta diciembre del pasado año. Curiosa conclusión que contradice al Ministerio de Justicia y al fiscal general del Estado.
Desde 1978 existe una Constitución que garantiza el derecho a la intimidad personal y el secreto de las comunicaciones, y, en especial, de las telefónicas, salvo resolución judicial. La Constitución prohíbe, pues, de manera expresa lo que ha hecho, el Cesid. Pero desde 1984 el Código Penal tipificó, además, como delito la interceptación de las comunicaciones telefónicas o la utilización de instrumentos o artificios técnicos de escucha, transmisión o reproducción del sonido con el fin de descubrir los secretos o la intimidad de otros sin su consentimiento. Más claro, agua.
Por otra parte, está por ver que esas grabaciones realizadas "por azar" no hayan sido utilizadas oficialmente. De entrada, alguien las está utilizando mediante su filtración periodística. Y no es descartable que pueda hacerse de ellas un uso más dañino si, como se supone, alguien tiene copias de esas grabaciones y decide proporcionar en los días venideros extractos de las mismas. ¿Cómo garantizar que esas grabaciones no han sido utilizadas en el pasado si el organismo que tenía que velar por su destrucción ni siquiera ha sido capaz de mantenerlas bajo reserva?
En España existe desde hace años un mercado de dossiers, de secretos, ya sean de Estado o de alcoba, que son profusamente utilizados por aventureros, estafadores y demagogos de renombre. Una de las incógnitas que abren estas revelaciones es si existe un hilo que comunica ciertas prácticas ilegales de los servicios secretos con ese mercado del chantaje.
La responsabilidad del director del Cesid, teniente general Alonso Manglano, está fuera de toda duda. La tiene en el supuesto de haber autorizado, grabaciones a personas ajenas al ámbito de las actividades ilegales que investiga el Cesid. La tiene en el supuesto de que alguien desde dentro de ese organismo hubiera decidido realizarlas por su cuenta. Y la tiene por un hecho incontestable: no haber impedido que, cualquiera que haya sido la iniciativa de esas grabaciones, éstas no hayan sido destruidas y hayan terminado por salir a la luz, cuestionando la eficacia de un organismo esencial para la seguridad del Estado. Si ha sido incapaz de controlar el tráfico de cintas con unos instrumentos escasamente sofisticados como los que se utilizaron en esos años, ¿que puede estar pasando ahora con el escáner digital que per mite controlar centenares de conversaciones telefónicas? De auténtico escalofrío. Manglano tenía que haber dimitido ya.
Aparte de las responsabilidades penales que hay en juego y que dictaminará la justicia en un día lejano, hay que hacer frente a las evidentes responsabilidades políticas del caso, que deben dilucidarse de inmediato. Ya está bien de gobernantes que miran hacia otro lado y hacen como que no se enteran mientras suceden ante sus ojos hechos tan graves.
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