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Las amargas lágrimas de Fanny Ardant

Vicente Molina Foix

En un momento del drama Hamlet despide a los cómicos de la lengua que han llegado al palacio, recordándole los versos de una obra que el príncipe ya les oía de pequeño. Un pasaje de esa función (que no gustaba al gran público; era "caviar para la plebe") es lo que Hamlet le pide recitar de memoria al primer actor, y allí mismo, sin toga ni espadón, con el polvo de los caminos en la barba, ese hombre rudo y ambulante se transforma en Eneas, grita, llora, y alcanza el patetismo describiendo cómo la reina Hécuba busca entre las brasas de Troya el cadáver de su esposo Príamo. Los comicos se han ido, y sólo entonces, al quedarse con sus remordimientos de hijo que, no encuentra en las manos el empuje de una venganza que su razón le ordena, dice Hamlet uno de sus soliloquios más tensos: "¿No es una aberración que un actor, / viviendo la pasión como en un sueño, como ficción, / someta su espíritu a lo imaginario / de tal modo que el rostro quede lívido, / le caigan lágrimas, parezca enloquecido, / se le quiebre la voz; dando con todo el cuerpo / forma a una fantasía? Y por nada. / ¡Por Hécuba para él, o él para ella, / para que llore él por ella?".De los grandes actores se admira sobre todo el arrastre que los hace convincentes en el dolor y contagiosos en la comicidad. El Actor ha de elaborar -reteniendo las palabras del autor, pero también atento a la intención global del director y a la historia privada de sus dolores y sus risas- una ficción que nos resulte natural; el propio Hamlet, en sus famosas instrucciones a la compañía poco antes de la representación ante los reyes, lo expresa rotundamente: "toda afectación es contraria a la finalidad del teatro, que fue, cuando nació, y sigue siendo, servir de espejo a la naturaleza".

Hace dos semanas asistí en París a la última función de una comedia de Marguerite Duras, La música segunda, a la que había ido principalmente por ver a una actriz que venero desde los días en que interpretó las últimas películas de su marido François Truffaut: Fanny Ardant. La viudedad, al contrario que a la reina Gertrudis de Shakespeare, le ha sentado bien a esta mujer; su cuerpo se ha afirmado tanto como los ángulos de su cara, y el sedimento de los años o de una desdicha le ha dado a su gran belleza un filo doliente. A lo largo de la pieza Fanny Ardant llora en escena más de una vez, replicando a la fría contención de su pareja teatral, Niels Arestrup, el ex marido reencontrado de madrugada en un hotel y con el que rememora un amor imposible pero inevitable. Acabó la obra, y los aplausos del público que llenaba el teatro fueron largos y muy cálidos, halagüeños para ambos intérpretes. Y entonces, bajo una lluvia de flores y ovaciones, Fanny Ardant empezó a llorar con otro llanto más devastador que el de la representación. El elegante dominio escénico de la actriz se vino abajo, y ya no sólo lloraba sino que tropezó con un cenicero de pie del decorado, cayó al suelo, en una de las muchas entradas del saludo, y no acertaba a decir otra cosa más que "gracias". ¿Qué era el personaje de esa esposa para ella, o ella para él, para que llorase así ella por él?

La gente del teatro sabe mucho del desamparo que embarga el último día a los actores que han interpretado largo tiempo una función con la que su piel se ha confundido. La muerte escénica del espectáculo es la desaparición de una persona, el fin de un consuelo de ficción que ese individuo -en aquel escenario y sólo a aquella hora actor- no podrá seguramente revivir.

Devuelta bruscamente a su condición diaria de ser humano, la grandeza histriónica de la Ardant caía hasta la misma altura de desolación que todos sentimos cuando uno de nuestros sueños -un amor, una melodía con recuerdos, una noche sin límites al placer- ha de terminar. Y entonces las torpes, no-ensayadas lágrimas de la primera actriz eran, por más auténticas, más artísticas: un espejo natural del dolor solitario. Salí dos veces satisfecho del teatro. Daba por bueno el dinero gastado en ver a mi actriz favorita y había sido yo, en los minutos del saludo, co-intérprete de un desenlace improvisado en el que Fanny Ardant pagó, desde las tablas, el precio de renunciar ante todos nosotros a su fantasía.

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