Pacientes e impacientes
LA PACIENCIA tiene un límite y la huelga de médicos ha superado cualquier frontera que se ponga al sentido común. El espectáculo ofrecido ayer por las organizaciones convocantes, por un lado, y la Administración, por otro, es algo que difícilmente podrán entender los ciudadanos en general, pero aún mucho menos las decenas de miles de pacientes que han tenido que aguantar -sobre el daño la incuria- 24 días de huelga incomprensible. Alguien tendrá que explicar quién y por qué mintió descaradamente durante toda la jornada. Sindicatos y ministerio vendieron a lo largo del día el acuerdo definitivo que ponía fin a la huelga. Incluso se celebraron asambleas en los centros, ratificando el contenido de un texto que los sindicatos vendieron como acordado con la Administración. Pero también la propia ministra de Sanidad se felicitaba a media tarde del anuncio y lanzaba alguna acusación indirecta contra los médicos por aceptar un acuerdo -ya tratado con anterioridad- tan sólo tres días después de las elecciones del 28-M.Pero poco antes de las diez de la noche, cuando sólo faltaba, al parecer, una rúbrica de pura formalidad por ambas partes, el acuerdo se rompe, las acusaciones se intensifican, la huelga continúa y los pacientes, horas más, días más, semanas más, esperan a ser atendidos de sus dolencias. Ahora ya no caben paños calientes. O los sindicatos médicos mostraron un documento falso, que no había sido refrendado por el ministerio, o Sanidad truca la realidad y alguien ha obligado a Ángeles Amador a volverse atrás de un acuerdo firmado horas antes.
Ya no sirve, una vez más, analizar las causas que determinaron el conflicto, y que podrían resumirse en un sí por parte de la Administración a la reivindicación salarial de los médicos, pero ligado a un aumento de la productividad. Ahora, los ciudadanos necesitan que de una forma meridianamente clara, con comparecencia pública por ambas partes, Sanidad y médicos tengan la decencia de enseñar todas sus cartas y demuestren, al enfermo que espera quirófano o al anciano hospitalizado, que el otro ha mentido. Eso es, por ahora, lo único que se exige ante tan desgraciados incidentes. Baste únicamente recordar algunos de los argumentos ya esgrimidos desde aquí.
Así, habrá que repetir de nuevo que los problemas de la sanidad pública y del personal que está a su servicio no se solucionan con huelgas sustentadas en criterios cuando menos dudosos, que comienzan no se sabe muy bien cómo y que nunca terminan no se sabe bien por qué. Sanidad ha reconocido desde el principio la pérdida del poder adquisitivo de los médicos, como en general del resto de los funcionarios. Incluso es posible que la ubicación de los médicos en el organigrama hospitalario público no esté bien perfilada y que haya que volver sobre lo establecido en este punto por la reforma de 1987. También hay mucho que decir, desde presupuestos de productividad y de calidad profesionales, sobre el actual carácter funcionarial de los médicos de la sanidad pública.
Pero no son problemas que puedan discutirse bajo la presión y la urgencia de la huelga. Tampoco es necesario, por supuesto, dejar de operar a 14.000 enfermos y aplazar las consultas externas a otros 240.000, de acuerdo con el triste resultado dejado tras de sí por la huelga. Es perfectamente lógico y digno de elogio que las organizaciones de usuarios y consumidores hayan expresado su malestar como si fueran "rehenes de una huelga médica que parece un pulso electoral". Pero ante el último e indignante episodio protagonizado ayer por las partes en litigio, ¿quién se responsabilizará ahora de todos los trastornos causados a estos cientos de miles de pacientes de la sanidad pública por un conflicto médico que nadie sabe poner fin?
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