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Tribuna
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El magisterio permanente

Este artículo fue solicitado al eminente arabista en relación con el homenaje que se iba a tributar el próximo lunes a Emilio García Gómez con motivo de su 90 cumpleaños.

La infatigable e ingente labor desarrollada por don Emilio García Gómez, con brillantez y éxito indiscutibles y difícilmente igualables en otras actividades diversas, ha hecho que quede finalmente bastante relegada y hasta oscurecida, casi olvidada ya por muchos y puede que desconocida, la que fue su dedicación originaria básica, durante muchos años su tarea principal: la docencia universitaria. La que fue y ha seguido siendo, pues un auténtico y singular maestro no se jubila nunca ni su huella queda reducida al espacio, habitualmente estrecho, de la cátedra.La llamada Universidad franquista, justamente denostada por tantos motivos y razones, poseyó también alicientes y méritos que resulta asimismo de justicia reconocer. Entre otros -y quizá sea el principal-, el de servir de morada a algunas personalidades propias y fascinantes, que no enseñaban solamente, a su manera, una disciplina del plan de estudios y trataban de proporcionar una formación profesional, sino que eran, ante todo, incomparables testimonios y acicates de una espléndida actividad intelectual. Quizá, de estudiantes, no lo apreciábamos en toda su dimensión y enjundia; la experiencia análoga y el tiempo nos lo han enseñado después, y así tenemos que reconocerlo. Una de aquellas soberbias personalidades, uno de aquellos forjados caracteres, fue, indiscutiblemente, el profesor García Gómez, don Emilio. Yo conocí ese privilegio en la primera mitad de los años cincuenta, cuando estaba él seguramente en plena madurez de magisterio.

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Parece cierto que don Emilio no modificó sustancialmente los métodos de enseñanza del arabismo filológico ni sus presupuestos conceptuales tradicionales, pero su poderosa personalidad acuñaba también, de manera indeleble, ese quehacer. Dentro de ese clasicismo tenía capacidad creativa y originalidad. La estricta explicación gramatical, el simple comentario del texto histórico o literario -con frecuencia, de naturaleza mediocre o poco atractivo-, solían adquirir en su exposición, de forma natural y nada impostada, horizontes amplios y abiertos, dimensiones escondidas y sugerentes. Todo aquello quedaba insensiblemente depositado en nuestra ingenua alcancía de neófitos como inversión germinal. He podido comprobar, andando el tiempo, que el profesor García Gómez poseía como pocos esa rara cualidad que en árabe se llama ibdaa: no era sólo la innovación, la invención, la originalidad; había también el apunte herético, el riesgo creador.

No conozco a nadie que se haya aproximado a la cultura y a la literatura de Al Andalus con tanta sensibilidad, ni que con tanta sensibilidad nos las haya aproximado, como don Emilio. Poseía la virtud de hacer gozosa, y también por vía de explicación natural, discretamente alegórica y asociativa, graduada y coherente en el suministro de datos y referencias, del comentario breve de profunda raíz humanista, la traducción del texto seco y hasta fósil, inocentemente destrozado además por nosotros en versiones absurdas. Esa especial sensibilidad de don Emilio, al tiempo exuberante y contenida, pasional y racionalizada, estaba también en sus clases, no es sólo cosa de sus escritos.

Don Emilio no practicó jamás -o al menos así me lo parece a mí- la captación y el proselitismo. A su manera, cortés y algo distante, nunca excesiva ni en el afecto ni en el rechazo, enseñó a ser libre e independiente a quien de verdad supo entender su magisterio y su mensaje. A serlo científicamente, culturalmente, ideológicamente, profesionalmente. El que muchos no hayan sabido verlo así, y así valorarlo, pienso que no le resulta realmente imputable a él. Lo dice alguien que, como yo, no comparte algunas de sus ideas más acrisoladas sobre cuestiones árabes y arabismo, y hasta se muestra en algunos casos claramente discrepante. Seguramente eso me lo empezó a enseñar también él, con su personal y fluido magisterio. Empezamos a vislumbrar en sus clases que sin ideas, sin palabras, sin personalidad, sin conocimiento, no hay argumentos. También, que el arabismo auténtico es una de tantas manifestaciones del humanismo de mejor alcurnia. Todo ello constituyó una lección incomparable, permanente, inolvidable.

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