El futuro de Europa
Pocas oportunidades como la entrega del Premio Carlomagno, ni lugar más apropiado que Aquisgrán, para reflexionar sobre las nuevas responsabilidades de Europa ante el mundo.La iniciativa tomada por los ciudadanos de Aquisgrán hace 45 años para plantear el futuro y actuar, justo inmediatamente después del desastre de la Guerra Mundial y del Holocausto, forma ya parte de la historia europea desde 1950. Nuestro Rey, Salvador de Madariaga y el presidente Felipe González han sido objeto, desde entonces, de tal distinción. Que este año le haya correspondido a Austria, en la persona del canciller Franz Vranitzky, justo a los 50 años del final de tanto horror, tiene una importancia evidente, tanto para Austria y Alemania como para los Estados europeos unidos durante siglos a ambos países, por cuanto puede inspirar la futura acción civilizadora de Europa así como sus políticas en las relaciones con el resto del mundo.
Sin embargo, estos son tiempos de profunda transformación. Frente al viejo conflicto entre comunismo y liberalismo democrático, ahora somos testigos de nuevas divisiones entre la idea de una Europa multinacional y el resurgir de nacionalismos a ultranza. La posible armonía entre tales polos está aún por ver, ya que el necesario encuentro entre las identidades culturales y una comunidad supranacional flexible está pendiente de acomodo en medio de una balbuciente política europea de futuro. En todo caso, hay que poder lograr superar todo nacionalismo intolerante, el cual está alimentado por el aislacionismo que engendra una equivocada interpretación, desde la especificidad de cada pueblo y a causa de la pretensión de algunos de imponer un rasero común por encima de la complejísima diversidad europea.
En ese proceso es muy deseable que no se termine imponiendo el simplismo de muchos en favor de una Europa federal. Por el contrario, sería deseable alcanzar un nuevo modelo político más real, complejo y flexible a la vez. Su justificación se ha de apoyar en la necesidad de combinar unicidad y diversidad de forma civilizada. De ahí también el impulso que merece el diseño y la adopción de una política europea que, al tiempo que reafirme la integración de Europa, proteja la riqueza del mosaico de sus raíces. Por otra parte, en estos tiempos de globalización progresiva, sería un peligroso contrasentido que los europeos perdieran su oportunidad histórica por culpa de la cerrazón de una "Europa fórtaleza". Una proyección planetaria de Europa ha de repercutir finalmente en beneficio de una cooperación no sólo entre todos los miembros de la Unión Europea sino también con los demás Estados europeos y regiones del mundo. Ello debe ocurrir, concretamente, a resultas de cuanto se haga en relación y en favor de África, Asia, Iberoamérica y de los países árabes, incluidos desde luego los más marcados por un islamismo a veces intolerante. A este respecto, Europa tiene que retomar cuanto antes de buen grado sus viejas relaciones con los países vecinos mediterráneos del sur.
Europa es, al fin y al cabo, parte pionera e inseparable del mundo. Su proceso de renovación, aunque parcial, tiene que ser de alcance universalista para poder llegar a ser plenamente ella misma. Tal transformación resulta ciertamente más evidente en ocasiones cargadas de simbolismo, como es ésta de la entrega anual de los premios Carlomagno.
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