Sin lugar a dudas
Este país no deja lugar a dudas. Aparte de que, en la calle, España sea un territorio afirmativo, contundente, gritón y belicoso, la actual campaña electoral ha reafirmado la verticalidad insalubre de nuestro pensamiento: un partido político que reclama para sí la bandera del progresismo más radical anuncia "sin duda" que ha de ser el más votado; otro no sólo no ofrece dudas, sino que asegura "soluciones" en sus pancartas, y un tercero considera que es "precisamente ahora" -dos vocablos de una mareante perentoriedad- cuando ha de ser votado, como si el ejercicio anterior del voto- "precisamente entonces", digamos -hubiera sido inútil.Ese carácter indudable que tiene el país alcanza un reflejo evidente en los distintos ámbitos de eso que llamamos el mundo de la cultura. El entierro de Lola Flores, por ejemplo, fue un acto de afirmación nacional, como se decía en tiempos de Franco. No había duda: una gran artista, racial, auténtica, nuestra -nuestra es una palabra muy frecuente: como si las nuestras vinieran cada día a cenar a casa-, había fallecido, y en torno a la trascendencia verdaderamente española de su arte no cabía ninguna duda. En una emisora de radio escuché que "Ios llamados intelectuales" de este periódico (Haro, Vázquez Montalbán, Diego Galán, etcétera) se habían tenido que rendir "por fin, tras la muerte", ante el refrendo popular (así eran las palabras) que había desmontado todas las invectivas que la artista fallecida había recibido de ellos en vida.
No hay lugar para la duda. Fernando Rey, que fue un hombre en sí mismo más dubitativo, recibió mucha menos afirmación a la hora de la muerte. La duda ofende a la afirmación, y la afirmación -ese racial carácter de la España de siempre que ahora parece la España emergente- no consideró que Rey mereciera honores similares a los que esta semana sembraron la España entera.
La duda es una sombra, y aquí no puede haber sombra de duda. En la conversación, y en la prensa, en la radio y en la tele, la duda se encuentra cada vez más arrinconada. En ese ambiente hay que registrar como una satisfacción para los que quisiéramos que volviera la duda como modo de vida -la duda debía desgravar, pongo por caso- que le hayan dado el Premio Príncipe de Asturias de las Artes a Fernando Fernán Gómez, otro Don Quijote especialmente dubitativo de nuestra vida cultural. Menos en lo que es esencial -esencial: he ahí otro vocablo peligroso-, en todo lo demás Fernando ofrece dudas: de dónde es, cuál es su verdadera vocación, porque ejerce tantas, por qué se esconde, quién es. Son dudas metódicas, puras, porque él se las plantea así mismo. Respetuoso con todos, lo único que reclama -y quizá por eso se esconde- es tiempo. La duda le ha hecho un conversador genial, un auténtico jugador de pimpón que busca verdaderamente en el otro que éste tenga razón, y que le explique. Siempre responde con preguntas; indaga, indaga sin cesar, y nunca, resuelve sus incertidumbres, porque hasta en sus ojos Fenando Fernán-Gómez tiene el aire del ser indefenso que lo viera todo por primera vez y se sorprendiera de estar él en medio.
De esa estirpe hay alguna gente en España. Algunos están escondidos detrás de las mesas de los despachos y no intervienen para explicar por qué dudan: José Luis Leal -el economista, que fue ministro y ahora es presidente de los banqueros- es un hombre tan dudoso y que inquiere tanto que ya lo puede explicar todo; Fernando Savater ha hecho de la duda su arma de conocimiento, la materia de su lucidez personal; Eduardo Chillida ha llevado su duda a la línea, y de ahí viene su aversión poética al ángulo recto; Adolfo Marsillach es el perplejo perpetuo que ahora además ejerce de tal en la tele; Jorge Valdano, el entrenador de fútbol, le quitó a este deporte la notoriedad tajante que tuvo como el lugar común en el que se concentraban las disputas; Valdano, como Butragueño, por cierto, y hombres ya muertos, como García Hortelano y Benet, a quienes tanto citamos como insustituibles, hicieron de la duda, de la insinuación literaria, un arma arrojadiza en la conversación española en la que con tanta fuerza y tanta lucidez participaron. Esperemos que alguna vez la gente se dé cuenta del beneficio de la duda.
Ahora cuando dos escritores discuten en público sobre sus opiniones acerca de las cosas que ven la gente se frota las manos: a ver si dejan su tono dubitativo -y respetuoso, por tanto- y al fin se dan de tortas para que esto se anime. Vida difícil la vida afirmativa porque exige emociones fuertes. Y por fin está el dubitativo fundamental, el que inventó la duda moderna, el filósofo Emilio Lledó. Él fue quien nos enseñó lo que es el primer apartado de la duda como modo de vida: -Dentro de cada sí hay un pequeño no y dentro de todo no hay un pequeño sí.
Vivimos en tiempos del sí y nadie se da cuenta del enorme no que a esa escasez de dudas le está creciendo por detrás.
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