Ahí abajo
Acabo de recibir una carta escrita a mediados de marzo por dos organizaciones humanitarias de Zaire, país en donde se hacinan los ruandeses huidos. Cuentan que tienen noticias de próximas matanzas den tro de Ruanda (y, en efecto, en abril se produjo la masacre del campo de refugiados de Kibeho), y que dentro de muy poco sé acabará el presupuesto para los refugiados. "En es tos momentos", escriben, "la ración complementaria de los niños ha pasado de 180 gramos al día a 20 gramos". Han transcurrido dos meses desde entonces y no me atrevo a imaginar en qué ínfima ración se en contrarán ahora: tal vez se hayan quedado ya sin fondos y chupen piedras'. Y añaden: "¿Por qué no se conceden nuevos créditos? ¿Se ha olvidado el mundo de Ruanda?". La carta ha sido enviada desde Bukavu, y ni siquiera sé bien dónde diantres está eso. Por ahí abajo debe de ser, por donde el mundo se despeña en una geografia de indecible dolor. No, no nos hemos olvidado del todo de Ruanda, pero nos parece un espanto irremediable. Es una negrura que incomoda, que nos hace sentir a la vez culpables e impotentes. Está bien, quizá no podamos intervenir en las guerras civiles de la zona ni amansar desde fuera sus demonios, porque todos los pueblos han de resolver su propio infierno (demasiado ha intervenido ya la colonial Europa en todo esto). Pero sí podemos dar créditos, y montar puentes de, medicinas y alimentos, y vigilar los campos de re fugiados para detener las atrocidades: para qué sirven los ejércitos, si no es para eso. Este mundo rico en el que vivimos es capaz de organizar asombrosas proezas de gestión, des de juegos olímpicos a giras de papas y rockeros. No me digan que no podemos llevar un poco de pan y de refugio a Zaire, a Ruanda, a Burundi. No hay que sentirse culpables, sino ser responsables y hacer algo.
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