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La estela del furor

Antonio Elorza

Todavía vive, y es celebrado en su centenario, Ernst Jünger, el escritor que mejor supo ensalzar la supuesta grandeza de una guerra de destrucción en nuestro siglo. Su obra clásica In Stahlgewittern (1920) es traducida en forma inexacta como Tempestades de acero, cuando debiera ser En tempestades de acero, ya que Jünger no relata las batallas de la Primera Guerra Mundial, sino sus vivencias como oficial alemán dentro de las mismas. La guerra en cuanto tal no tiene un origen que sea preciso analizar, ni un final. Constituye una experiencia personal grandiosa, que suscita un conjunto de elementos positivos -la camaradería, el valor militar- a través del juego permanente con la muerte. El punto de llegada no es la derrota de Alemania, sino la alta condecoración otorgada por el kaiser al protagonista. Al asaltar las trincheras enemigas, "un furor guerrero se apoderó de nosotros", pero de ello se deriva para el atacante "un sentimiento de, felicidad, de serenidad". El furor teutonicus, como el propio Jünger lo denomina, supone la conjunción del valor militar, de la vida puesta en juego que difunde el entusiasmo entre los guerreros, y de la satisfacción generada por el cumplimiento del deber, al provocar la muerte de los adversarios.Resulta, pues, irrelevante preguntarse por las relaciones entre Jünger y el nazismo desde que Hitler sube al poder. Lo esencial estaba hecho, como anota Jeffrey Herf en su estudio del modernismo reaccionario, al contribuir decisivamente a la gestación de una mentalidad alemana, revanchista y agresiva, animada por el sueño de una movilización general en que se fundieran el trabajo y el ejército. "Una turbina llena de sangre", tal es el emblema del futuro, recogiendo el legado de la actuación alemana en la gran guerra: una "inmensa capacidad de destrucción" reinante sobre "un campo de muerte".

La semilla del nacionalsocialismo caía sobre un terreno bien labrado. El furor teutonicus no había sido aniquilado en 1918. Sufrió sólo un alto en el camino, imputado a la inexistente traición de la retaguardia, y se puso de nuevo en marcha gracias al nazismo, cargado de legitimidad. La capacidad guerrera del alemán se convirtió en signo de una superioridad que había de ejercerse sobre los pueblos de razas inferiores del Este europeo, y mediante la eliminación del chivo expiatorio por excelencia, la colectividad judía. La indiferencia ante la muerte del otro y, más aún, el goce sádico en el acto de provocar su eliminación -así, el "tiro de pichón", Taubenschiessen, contra los hebreos- prolongarán la exaltación descrita por Jünger para los asaltos victoriosos. Los genocidios nazis no constituyeron simples actos de locura. Fueron el resultado de una implacable lógica de dominación y destrucción que la derecha alemana logró imponer tras la derrota de 1918, llegando a ganar como mínimo el consentimiento pasivo de la mayoría de una población que acabó así convertida en cómplice del genocidio dictado por Hitler. En el caso judío, como recuerda David Bankier en Los alemanes y la solución final, a favor del fuerte arraigo previo del antisemitismo.

En definitiva, fenómenos como el nacionalsocialismo, el fascismo italiano o el nacionalismo de exterminio serbio no son estallidos ocasionales, sino resultado de procesos históricos en cuyo origen se encontraban elementos suficientes para adivinar lo que luego había de producirse. Ascensiones resistibles, según la expresión utilizada por Etrtolt Brecht. Bastaba leer Mein llámpf para contemplar la posibilidad del holocausto. Ningún espectador atento de los reportajes de. Leni Riefenstahl sobre los congresos nazis dudaría de que en la voluntad de poder se encerraba la exigencia de una conquista militar para el sistema totalítario. La lección es clara ante el :resurgimiento actual de las fiarmas de barbarie: la pasividad no sirve, y tampoco la ilusión de que el criminal se detendrá en los límites que los observadores exteriores juzgan como infranqueables.

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Por lo demás, si el holocausto judío y, correlativamente, el nazismo son los dos grandes simbolos del imperio del furor en nuestro siglo, conviene recordar que ambos se limitan a marcar la sima más profunda de deshumanización. Incluso un movimiento de apariencia emancipadora como el socialismo registró en su variante comunista genocidios como el provocado primero en la URSS por Stalin y más tarde el de los jemeres rojos en Camboya, cuya victoria muchos celebramos hace dos décadas. Y ni siquiera en el antisemitismo la responsabilidad es exclusivamente alemana. Lo que hizo Hitler fue para que la turbina se llenase de sangre. Pero en los años que preceden a 1914, el epicentro del antisemitismo es Rusia, de donde proceden los Protocolos de los sabios de Sion, e incluso el término pogrom, que designará en toda Europa las matanzas de judíos. La Rusia de Nicolás II fue un espacio privilegiado para comprobar la utilidad del "chivo expiatorio" a la hora de conjuntar comportamientos sociales agresivos de distinto origen, en una circunstancia de alta conflictividad social y crisis política.

Ni siquiera fue el holocausto el primer gran genocidio de nuestro siglo. Tal vez si alguien creyó posible acabar con el pueblo judío fue porque antes, en 1915-1916, los Jóvenes Turcos lograron sin demasiado coste la eliminación de millón a: millón y medio de armenios. Casi nadie les recuerda. También en este caso una minoría fuerte, con un relativo grado de bienestar, pagaba en sangre !a factura del difícil tránsito de un imperio de conquista como el osmanlí, con tolerancia interna hacia las comunidades subordinadas, a Estado-nación pretendidamente homogéneo. La minoría armenia, la ermeni millet, ya había sido objeto de matanzas impulsadas desde el poder hace ahora un siglo, en 1895-1896, bajo Abdul Hamid II, con 300.000 muertos. Al llegar la guerra mundial, el grupo nacionalista en el Gobierno, con el ministro del interior Talaat Bey como promotor, decidió aprovechar la circunstancia para erradicar -gründlich aufzuráumen, según el despacho del emebajador aliado deAlemania- a los "enemigos interiores", a la raza armenia. Bajo el pretexto de que podían colaborar con la invasión rusa, los dirigentes políticos e intelectuales armenios fueron detenidos en Estambul, el 24 de abril de 1915, y luego ejecutados, así como todos los hombres que pudieron ser capturados en Anatolia, mientras el resto de la población era deportado a pie hacia el desierto, en realidad a la muerte. Un tribunal militar del sultán condenó a muerte en rebeldía a los principales responsables, en 1919, pero más tarde, y hasta hoy, la república turca ha negado el genocidio.

. Como ha hecho -notar Violeta Friedmann, un genocidio nunca debe olvidarse ni perdonarse, aunque nadie pida reparaciones de sangre. Al ser galardonada por la Universidad Complutense en el 50º aniversario del holocausto, nuestra superviviente en Auschwitz insistió además en que la lucha por evitar su repetición no puede limitarse a la acción preventiva en las democracias contra las ideas fascistas o racistas, sino atender ante todo a la mentalidad de la juventud. Es ahí donde se perdió la batalla entre las dos guerras, dejando que el furor gozase de una imagen favorable en vez de ocupar, como en la representación del malgoverno en el palacio comunal de Siena, una posición inseparable de la tiranía y de la destrucción del hombre.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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