El fletan y el patriotismo
Relacionar la pesca del fletán y sus problemas con el patriotismo puede parecer así, a palo seco, un ejercicio de pedantería o una cabriola surrealista. Pero he leído artículos y declaraciones, he visto manifestaciones y he escuchado discursos sobre el problema del fletán en los que se habla de patriotismo con mayúscula, se denuncian las aviesas intenciones de los enemigos ancestrales de España y finalmente se concluye que la causa de todos los problemas radica en nuestra adhesión a la Unión Europea y en nuestra debilidad como país o en la debilidad política del Gobierno. Y también he leído un artículo publicado en estas mismas páginas por el director gerente de la Cooperativa de Armadores de Pesca del puerto de Vigo en el que se dice lo siguiente: "... ES lamentable constatar que nuestros peores enemigos no están en Ottawa, ni en Bruselas, ni en Oslo ni en Londres. Nuestro peor enemigo está en Madrid".Comprendo muy bien que los armadores y los pescadores gallegos estén preocupados por todo lo que ha ocurrido. Pero los que tienen la responsabilidad de orientar y gobernar el asunto y de encontrar salidas que garanticen el futuro deberían hacer un esfuerzo de responsabilidad y no atizar el fuego para forzar tal o cual medida coyuntural o tal o cual compensación concreta o asestar tal o cual golpe político.
Que la actitud del Gobierno de Canadá ha sido muy bestia es evidente. Que lo que pretendían los canadienses era muy peligroso, también. Lo acordado en Bruselas no es, desde luego, totalmente satisfactorio para nosotros, pero nos deja un margen de maniobra y pone orden en una zona vital para nuestros pescadores. Como escribía en estas mismas páginas, Xavier Vidal-Folch, el acuerdo crea una base jurídica, un fuero sin el cual no habría garantía ninguna ni resultado seguro -el huevo- para el futuro. A partir de ahí se puede y se debe negociar este futuro. Pero esto significa tener en cuenta todos los datos de la situación pesquera mundial par a saber dónde y cómo nos situamos en un panorama cambiante en el que los recursos pesqueros disminuyen y los países que intentan hacerse con ellos aumentan. Significa también que nosotros asumamos nuestras propias responsabilidades, sin refugiarnos en ningún tipo de hipocresía, individual o colectiva.
El problema es cómo se negocia, con quién y con qué instrumentos. Y aquí es dónde vamos a parar a la política y, directa o indirectamente, a la cuestión de la soberanía y de la patria. Si unos dicen, por ejemplo, que el enemigo está fuera, que la causa de nuestros males es la pertenencia a una Unión Europea que no acepta la defensa íntegra de nuestros intereses tal como los entendemos nosotros y que se pliega a las exigencias de enemigos concretos como Canadá, el Reino Unido e Irlanda (y posiblemente Marruecos), las preguntas son muy claras: ¿Debe España abandonar la Unión Europea y abordar el asunto con sus propias fuerzas? ¿O debe permanecer cambiando las reglas del juego? Y en este último caso, ¿con qué medios, con qué métodos, con qué fuerza?
Si otros dicen que el enemigo está en Madrid, ¿qué hay que entender por ello? ¿Que bastaría con un cambio en Madrid para resolver todos los problemas de los pescadores del fletán? En este caso, ¿qué significa un cambio en Madrid? ¿Que no se puede confiar en la Administración central y hay que recurrir a otra? J? que no se puede confiar en el actual Gobierno y hay que cambiarlo por otro de diferente signo?
El conflicto del fletán es un conflicto real y serio y, precisamente por esto, a través de él se manifiestan y expresan problemas políticos de fondo y opiniones que van mucho más allá del tema concreto de la pesca. Y lo que me preocupa es que a través de éste y de otros conflictos reaparezcan elementos del viejo patrioterismo, se vuelva a recurrir a las conjuras y a los enemigos exteriores y se utilicen conceptos y actitudes que ponen en cuestión algunos de los logros fundamentales de nuestra breve democracia, como , por ejemplo, nuestra pertenencia a la Unión Europea. Y no me preocupa tanto porque lo digan unos pescadores o unos agricultores justamente preocupados por su situación y sus perspectivas inmediatas, sino porque con ello el tema del fletán, o el de las fresas, o el de las naranjas, o el de los tomates, se convierte en un elemento más de una pelea política sin cuartel, en la que reaparecen como armas arrojadizas, del presente algunos de los peores fantasmas del pasado.
Estamos en un momento delicado de la política mundial, y, muy específicamente de la política europea. En la Unión Europea están cambiando los anteriores puntos de equilibrio interno y corremos el peligro de caer en visiones nacionalistas que conduzcan a concepciones muy diferentes del futuro de la propia Unión. Esto nos exige a todos una gran claridad de ideas y una gran firmeza en su aplicación. Es un debate forzosamente muy abierto, pero que exige una gran seriedad y un gran sentido de la responsabilidad. Nuestro ingreso en la Unión Europea suscitó la casi unanimidad de las fuerzas políticas y sociales porque era la ruptura definitiva de nuestro aislamiento histórico. Nuestra pertenencia a la Unión Europea tiene, como es lógico, sus contradicciones, pero nos sitúa en la mejor de las posiciones para hacer frente a los retos del futuro. Hay quien teoriza ahora lo contrario y tiene derecho a hacerlo. Hay quien utiliza los problemas de la propia Unión como otros tantos elementos de la batalla política interna. Pero nadie habla en serio de las alternativas, porque está claro que la puesta en cuestión de la Unión Europea conduce inevitablemente a otra concepción de la política española y de nuestro papel en la escena mundial, a saber: a la reafirmación del viejo nacionalismo y a la reivindicación del concepto tradicional de la soberanía como el ejercicio de un poder propio y exclusivo, aislado del resto de los países y capaz de solventar por sí mismo, en solitario, los problemas de nuestro país y las relaciones con el exterior.
Esto es lo que propugnan fuerzas poderosas en Francia, el Reino Unido y otros países. Esto empieza a propugnarse también entre nosotros, en discursos electorales y en manifestaciones corporativas. Todavía no es la corriente dominante, pero los gérmenes están ahí, al alcance de la demagogia y del oportunismo político. Son gérmenes peligrosos porque la deslegitimación de nuestra breve trayectoria europea y la consiguiente actualización del viejo nacionalismo de una España aislada no van a reforzar nuestras posiciones, sino todo lo contrario. Y dado que hay fuerzas políticas y grupos corporativos que coquetean con ello, tenemos el derecho y el deber de preguntarles cuál es su alternativa. ¿Alguien cree de verdad que nuestros pescadores, nuestros agricultores y, en general, nuestros ciudadanos y nuestras ciudadanas podrían defender mejor sus intereses al margen de la Unión Europea? Y si no se trata de eso sino de un problema de coyuntura política y electoral, para echar las culpas al Gobierno y a su presunta debilidad, hay que recordar -como sabe cualquiera que tenga una mínima noción de lo que ocurre en la escena internacional- que la capacidad de presión y de negociación de un país en un órgano internacional no depende de la mayor o menor habilidad de tal o cual negociador, sino del peso real de todo el país, de su fuerza, su riqueza, su cohesión, su voluntad común y su trayectoria histórica.
España es un país que ha vivido aislado durante décadas e incluso siglos, que se ha incorporado hace muy poco a la gran escena internacional contemporánea, que tiene un peso importante, pero no el más importante y que lucha por asentarse en un mundo cambiante y también en una Unión Europea cambiante. Ésta es nuestra realidad y o la reforzamos con claridad de ideas, voluntades claras y grandes dosis de sentido común o nos perdemos en la vorágine, eso sí con grandes proclamaciones patrióticas y grandes denuncias de nuestros enemigos de siempre, tan malignos y, a la vez, tan envidiosos de nuestras esencias.
Las luchas y las confrontaciones internas son inevitables en todo país y, por consiguiente, también en el nuestro. Pero cada fuerza política y social debe saber distinguir entre lo que es una confrontación normal en el plano interno y lo que es una deslegitimación global de los fundamentos de nuestra presencia en el mundo. Y cada fuerza política y social debe saber cuáles pueden ser las consecuencias reales de sus planteamientos y sus activídades. Lo que no se puede hacer es manejar los grandes conceptos para batallas coyunturales, prometer lo que no se podrá cumplir y, en definitiva, marear la perdiz y excitar los ánimos.
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