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Siglos de pesca en Terranova

Cuando en la primavera de 1487 Enrique VII decidió visitar la costa oeste de Inglaterra, en la que sería su primera salida oficial tras acceder al trono, no podía imaginarse el recibimiento que le preparaban los habitantes de Brístol. Lejos de aclamarle con los vítores de rigor, los ciudadanos, reunidos en el Ayuntamiento, se le quejaron del declive de la ciudad solicitando que se les concediesen subsidios y mercedes. Los barcos, varados en el puerto, apenas salían a la mar y, en consecuencia, la situación económica de aquella villa eminentemente marinera era más que penosa. La razón, que no quisieron señalar, era obvia: ellos mismos habían agotado los caladeros en los que tradicionalmente faenaban en las costas de Islandia y no se vislumbraban nuevos bancos de pesca en rutas alternativas. La situación daría un giro radical pocos años más tarde, cuando las autoridades municipales se decidieron a contratar a marineros portugueses (principalmente azorianos) y castellanos (sobre todo vascos). Fueron ellos, con su experiencia y con sus barcos, los primeros que se aventuraron a faenar en las costas de Terranova, siendo los artífices del nuevo auge de la ciudad. Tal fue el cambio experimentado que, 10 años más tarde de aquella visita regia, no había en Brístol un solo barco disponible cuando Juan Caboto, que acababa de descubrir oficialmente la costa norteamericana, obtuvo permiso para zarpar de nuevo hacia la Newfoundland.Durante siglos, españoles, portugueses e ingleses han faenado juntos en los bancos de bacalao, robalos y ballenas de Terranova. Muchas veces comparten do las mismas artes y navegando en conserva: ya se sabe que la unión hace la fuerza. A menudo usando las mismas bases en tierra y utilizando los mismos hornos de fábrica donde convertir la carne de ballena en aceite. Se sabe que fueron los españoles los primeros que allí tuvieron sus asentamientos fijos, que llegaron a un número superior a la docena a mediados del siglo XVI, seguidos de portugueses, franceses y más tarde ingleses. Las relaciones no siempre fueron fáciles, pero no parece que fueran en exceso complicadas, salvando algún que otro caso de piratería cuando un barco que había pescado poco asaltaba a otro con el único fin de no llegar a casa de vacío. Los litigios se arreglaban en los tribunales y se limitaban a la imposición de multas -más o menos sustanciosas- que los armadores evitaban pagar alargando los procesos o recurriendo las sentencias una y otra vez.

Aunque las tripulaciones se nutrían de gentes de muy diversas nacionalidades, pronto hubo una especialización: los vascos prefirieron la caza de ballenas, mientras que los portugueses optaron por la del bacalao, al igual que harían los ingleses. Todos, como cebo, usaban otros pescados menos finos. Las fuentes nos hablan de una especie de robalo que quizá no sea otro que el fletán, hoy infortunadamente tan de moda. Los habitantes de Terranova, gente amable al decir de los cronistas, ponían a disposición de los europeos cuanta madera necesitaban para reparar los toneles o los palos de las velas y les ayudaban a arreglar los navíos, a tender al sol los bacalaos para su secado o a rellenar los barriles con el aceite de ballena.

Desde hace una veintena de años, un equipo de investigadores canadienses, en busca de sus raíces, estudia la presencia de barcos naufragados en sus costas y los restos de asentamientos en sus playas. Bajo la dirección de J. P. Proulx, muestran con orgullo los restos del San Juan, un ballenero que embarrancó en 1565 muy cerca de Saint John. Se trata de un barco vasco, al igual que los otros tres navíos que con sus bateles han sido localizados por el equipo de arqueología submarina de la Memorial University de Newfoundland. Huelga decir que también son de origen español la mayoría de los artilugios que han aparecido hasta ahora, ya sean hornos, restos de barriles, arpones o anclas. De los datos de sus investigaciones se desprende, por ejemplo, que entre 1565 y 1573, junto a un número no contabilizado de barcos de otras nacionalidades, faenaron en aquellas costas nada menos que 197 barcos castellanos. Todo ello les permite afirmar, con no disimulado entusiasmo, que "durante todo el siglo XVI las aguas de Terranova y de la bahía de San Lorenzo eran cruzadas por más barcos y de mayor tonelaje que las que conducían a las Indias y al golfo de México".

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Tendría gracia, si no fuera por lo dramático de la situación, que sean precisamente los mismos canadienses que reivindican para sus aguas semejante récord de barcos, gracias a la continua presencia de españoles y portugueses, y los ingleses, inventores del fish and chips a base de pescado y patatas americanas, quienes nos regateen el acceso a unas aguas que, como antes y como siempre, deberíamos de compartir en armonía.

Consuelo Varela es investigadora de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos (CSIC) de Sevilla.

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