La creación sin posteridad
La creación es imperecedera. No se ha esfumado ni dejará de fumar. Pero hay un factor más vicioso todavía: el negocio del entretenimiento. La creación pudo ser comercializada, ahora debe ser necesariamente comercial. Y no a largo plazo, como ocurre con las películas convertidas en espectáculos litúrgicos o las pinturas transformadas en santuarios de peregrinación. La obra de arte, plástica o literaria, no ha dejado de ser un patrimonio de los degustadores exquisitos, pero su amplio destino recupera el antiguo pasto de la colectividad. Nada existe de verdad sino en el espejo de los grandes balances mercantiles, casi nada cuenta si no sienta bien al estómago de las corporaciones que controlan la producción, la distribución y los medios. El cenáculo de las vanguardias, los grupos de culto se arruinan a la luz de sus palmatorias mientras la contemporaneidad se decide en el resplandor de Disney, Hollywood y las insomnes cadenas de distribución internacionales.
Todo es efímero y veloz como corresponde a la velocidad de la luz.
En los escritorios, los novelistas y los guionistas pugnan con sus especulaciones personales, pero sobre sus cabezas planea un nuevo dios más especulador aún. Antes estaba, funcionaba como un secreto consuelo el tribunal de la historia, ahora es el mercado quien ha tomado su relevo y cortado con su vida cambiante el proceso del porvenir. En el frontón de las editoriales, los estudios de cine, las oficinas de los agentes, el autor lee las nuevas tablas de la ley. Unos temas convienen y otros no, de acuerdo con las clientelas. Un tratamiento es demasiado largo o demasiado corto para esa marca, un personaje es conflictivo de acuerdo con las últimas noticias de los periódicos, extrañamente nuevo para seguir el proceso de lo distinto.
Los instrumentos que sondean la sociedad están a disposición de los productores que se juegan la pasta empaquetando los guisos, cuyas recetas han redactado ellos mismos. El autor deja de ser materia sagrada. Es sólo materia prima. Tanto cuanto más se dilata y concentra el poder de las multinacionales del entretenimiento, menos puede entretenerse el autor con sus cavilaciones. Hay autores que se resisten, pero pocos los que no terminan claudicando ante los ejecutivos.
El entretenimiento no es ya una alternativa a la verdadera cultura. Es la cultura que cuenta. Divertir, entretener, emocionar. No se puede esperar a que un autor tarde demasiado en ser best seller. A su lado están esperando otros que pueden ser mejores comunicadores. Lo cualitativo de un autor se mide por la celebridad de sus cifras de ventas, y apenas quedan críticos capaces de contrapesar esta ecuación. Ni críticos ni espacios que les den cobijo. La cultura como entidad específica se está borrando en las fronteras de los programas de la televisión, en los periódicos, en las breves emisiones de la radio. De la novela escrita por una actriz o un asesino a la escrita por un Urnberto Eco o un caníbal, lo importante es su acontecimiento. Al escritor no le basta con escribir bien, necesita ser, además; noticia. A las celebridades del cine no les enseñan sólo cómo interpretar ante la cámara, sino cómo seguir haciéndolo ante los periodistas. Para ser famoso no basta ser un buen profesional, hay que ser un personaje. El marketing incluye la promoción mediática de sí mismo.
Los ejecutivos están por todas partes y encima han aprendido técnicas para diagnosticar la estructura, el ritmo y el asunto de las obras. Su imperio se impone en cuanto arúspices del comercio. Quedan reductos de editores y productores que se arriesgan, pero su número de crece. Se pueden registrar casos sorpresa en medio del cálculo, pero lo incalculado con éxito acabará pronto convertido en una fórmula calculada para su reiteración. Los creadores de éxito se repiten, firman contratos que les obligan a recrear la tormenta hasta la saciedad.
Arquitectos o escritores, pintores o directores de cine, han sentido en sus carnes la prisión de sus innovaciones. Basta que algo despierte entusiasmo en la clientela para que se desencadene la copia inerte. Richard Meir debe seguir haciendo arquitectura que sea inconfundiblemente Meir. Millás debe seguir haciendo libros que sean Millás. Es cada vez más patético asistir a una retrospectiva de un pintor famoso desde el momento en que llegó a la fama. A partir de ese triunfo todo son reediciones. La tentación de desconcertar es cada vez más vigilada. Muchos artistas se agostan mientras los departamentos hacen su agosto.
Por otra parte, ¿qué escribir?, ¿qué inventar? cuando todo aparece inventado y agotado. La regla es seducir, no provocar. La idea productiva es en cantar, impactar, pero no espantar. Lo supremo es entretener sin agregar perturbación a una época en la que las artes no buscan traspasar vidas sino pasar el rato. No debe crearse para trastornar sino, a lo más, para trasnochar. Los libros circulan, como circulan sus autores sobre la misma banda del espectáculo, La ficción es definitivamente ficción y el autor triunfante puede verse gradualmente a sí mismo también como ficticio. Aclamado por los medios, representando a un personaje, reiterándose en declaraciones, van modelando otro nuevo yo, más simplificado y comestible, fingiéndose para hacerse fungible. Casi nada de lo que pasa debe poseer la carga de su duración. Más aún: lo peor de lo mejor es que siguiera durando.
Hay autores que se rebelan, pero algo es superior. La supervivencia en cuanto autor está pendiente de este juego en el que se muere en sus márgenes o se pervive en su magma. La tragedia que unos sienten en el interior de su conciencia se compensa con la comedia en la que otros se complacen. Buenos, malos, mediocres, navegan juntos en los salones del libro, en los programas de televisión, en las listas de libros más vendidos. Honestos, aprovechados, pícaros, viajan juntos ante una clientela que se reserva la misión de entretenerse en un mundo que ha eliminado la posteridad.
Babelia
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