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FERIA DE SEVILLA

Matar de aburrimiento

Uno que va de faraón y la emprende a mantazos; otro que va de fino y se dedica a ensayar posturitas delante de un cadáver; el tercero, que va de moderno, iconoclasta y rompedor, y se pone a pegar derechazos con el pico. Eso, por parte de los toreros, mientras los toros -sangre de horchata, casta borrega o quizá víctimas de siniestra mano que los puso de droga hasta la bandera- iban dando tumbos, mordían la arena, caían patas arriba por el redondel. Cerca de dos horas estuvieron así, estos y aquellos, matando al público de aburrimiento.Y el público, no se sabe si dormido o consentidor, callaba. Debían ser los famosos silencios de la Maestranza. Entraba en estado agónico aquel segundo toro colorao de medio rabo -o acaso era que le sobrevenían las alucinaciones-, y en la plaza se hacía el silencio. Se quedaba crepuscular el toraco cuarto, y seguía el silencio. Aparecía en sexto lugar el gato aquel, podría ser novillo -lo llamaban con desfachatez manifiesta toro-, y silencio. El silencio general, el silencio absoluto, la quintaesencia del silencio que -dicen- es una creación exclusiva de la Maestranza.

Núñez / Romero, Ponce, Jesulín

Toros de Joaquín Núñez (2º, sobrero, en sustitución de uno que apareció con un cuerno partido por la cepa), con trapío 1º y 4º, sin trapío resto, 6º anovillado; inválidos y descastados excepto 3º, noble.Curro Romero: pinchazo, metisaca, rueda de peones y descabello (silencio); dos pinchazos bajísimos y dos descabellos (silencio). Enrique Ponce: pinchazo hondo caído y rueda de peones (silencio); estocada atravesada trasera y descabello (ovacióny salida al tercio). Jesulín de Ubrique: bajonazo cerca del costillar (ovación y saludos); pinchazo y estocada corta trasera baja (silencio). Plaza de la Maestranza, 20 de abril. 6ª corrida de feria. Cerca del lleno.

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Mas no siempre inmperó el silencio, pues tan silencioso público buen ruido armaba, aplaudiendo a los picadores que determinaban no picar, a los banderilleros que banderilleaban a cabeza pasada, a los capoteros que capoteaban echando el paso atrás, a los muleteros que muleteaban en oblicuo, a los matadores que mataban metiendo bajonazos por junto el costillar.

Una trincherilla dio Curro Romero. Acaeció el sorprendente fasto en el cuarto toro. No fue una trincherilla completa, ni siquiera apuntada; sólo un conato de trincherilla. Y como una no es ninguna, dio la tarea por concluída, se dedicó a restregarle el toro la muleta por el hocico, hasta dejarlo primero mohíno, después hipnótico; y cuando blandió el acero tirando a degüello, lamentando haber nacido.

Enrique Ponce determinó celebrar la agonía del segundo toro pegándole derechazos. Difícil le resultaba consumar el propósito, porque aún las tauromaquias no tienen sentados los cánones del arte de torear cadáveres, pero su voluntarioso afán le hacía no cejar en el empeño. Llegó con fama de torero fino y, desde semejante proeza, ya tiene ganado el título de profesional. Es un torero muy fino y muy profesional, susurraban, entre bostezos, sus más fervorosos partidarios. El quinto estaba tullido, la falta de resuello le impedía completar las embestidas, se quedaba corto en el vi aje por tanto, el fino torero libraba precipitadamente sus paradas, algunos espectadores musitaban ¡ay!, las porfías muleteras se tomaron por holocausto, y Enrique Ponce quedó elevado a la categoría de fino, profesional y héroe de la guerra. de Cuba.

Saltó a la arena un tercer toro de encastada nobleza a quien nadie tuvo la bondad de lancearlo de capa y Jesulín de Ubrique se puso a darle varias tandas de derechazos y dos de naturales, embarcando con el pico y descargando cuidadosamente la suerte. No eran formas artísticas, menos toreras, mas se aceptaban, según iba de siniestra la tarde. Y, de repente, el torero ahogó la brava embestida del toro para hacerle el parón, lo que ya pareció demasiado abuso -un delito de lesa tauromaquia, en realidad- y se escucharon protestas. Al sexto, un novillo descaradito de cabeza, desfallecido y ruinoso, ni siquiera le sacó faena. Y casi se agradeció la brevedad, ya que la gente pudo entonces precipitarse a la calle escapando del mortal aburrimiento.

Hubo de ser un castigo bíblico por los reiterados pecados capitales contra el sexto mandamiento de alguien que estaba infiltrado en la plaza, o no se explica tanta tortura.

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