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¿Hace bulto el paquete?

Vicente Molina Foix

Dos bocadillos han contado en la prensa mejor que dos informes la historia de Javier de la Rosa. El primero estaba siendo comido tras las rejas, y el fotógrafo que disparó ha ganado un premio por su buena puntería. El segundo es más reciente, saboreado ya en libertad: el financiero catalán aparece sin el perfil borroso de la distancia, bien vestido, no mal encarado, y con el panecillo a medio comer (no se distingue en la foto de Efe la materia del companaje), mientras proclama a la prensa su inocencia "absoluta". Otros ilustres presos recientes no prueban bocadillo (en público, al menos). De Mario Conde se supo el monto millonario de su "dinero de bolsillo" y la munificencia con que lo manejó en la cárcel. De los políticos implicados en el caso GAL se sabe la minuta que su partido paga a los abogados, pero a fecha de hoy se ignora si también el menú se les confecciona en la sede central de Ferraz. Algún malintencionado ha llegado a pensar que los altos cargos del PSOE que tan libremente les visitan en la cárcel les llevan no sólo palabras de aliento, sino delicatessen. Y el magnate De la Rosa, a bocadillos. Lo que se aprende con esas dos fotos.El arte de este final de siglo se distingue, al menos en los productos más llamativos y aplaudidos, por su ilusionismo. Escamoteo de la persona, truco, charlatanería, armas que ni pinchan ni cortan, son factores, junto a un vocabulario eufemístico pero chillón, que lo determinan, y la publicidad, que es un arte menor pero avispado, resume y nos ofrece, simplificada, tanta magia. Los dos bocadillos fotográficos de Javier de la Rosa son iconos magníficos, casual y artístico el primero, premeditado y publicitario el segundo, de un programa de prestidigitación del sentido. Incitan al perdón por la vía simpática ("podría pagarse el mejor caviar iraní y se contenta con un pa amb tomaca"), pero también revelan una sofisticada ciencia del encubrimiento: sin más palabra o gesto el sospechoso adquiere los humildes rasgos del penitente. Tres anuncios vigentes en nuestras calles y nuestros cines son muestras ejemplares de una publicidad que sigue al último rito esta mama moderna del quid pro quo.

El primero es de tabaco, y modesto. Está en algunas vallas de la ciudad y sobre todo en esa faja estrecha que el lomo de nuestros autobuses urbanos deja a la publicidad. La marca me suena a americana, aunque sin duda el creativo que ha pensado el eslogan es uno de los nuestros. "Presume de paquete" dice el anuncio, y al lado de la frase un paquete de dicha marca, no muy abultado, y un dibujo de pájaro que tiene algo de buitre. La congruencia del pájaro, el tabaco y el paquete puestos en relación con la frase sexual (¿sexista?) se me escapa, pero eso puede deberse a mi condición no fumadora.

El segundo también tiene connotaciones sexuales, más abiertas si cabe, más perversas, y es como spot excelente. Me refiero al que muestra a una negra despampanante tomando un taxi en Nueva York. La carrera es trepidante: las luces de la ciudad, el agua de las mangas y los charcos, los coches rápidos, la amenaza en el aire, la voluptuosidad general del asfalto. Y un taxista lúbrico y sudoroso, mal afeitado, que se insinúa a su clienta por el retrovisor. Hasta que llega el desenlace: la chica, a punto de alcanzar su destino, empieza a rasurarse la barba con una maquinilla portátil. Fin de la carrera, espanto del taxista, risa sardónica del hermafrodita y un recordatorio de refilón, por si algún ingenuo piensa que ha visto un corto o un trailer: la marca de pantalones vaqueros. Sólo entonces caemos en la cuenta de que la she-male negra embutía su culo en un par.

El tercero es el más español. Recuerda aquel famoso dicho de Bergamín sobre la escasez de nuestra oferta literaria, en la que el lector sólo tiene para elegir el menú del día y no la carta. El anuncio anuncia un nuevo café, aunque sucede en una sala de conciertos. Va a comenzar la música, el patio de butacas está lleno, pero hay dos vacías. No se ocuparán. La voz del locutor nos asegura que la pareja en cuestión tiene algo mejor que hacer: saborear una taza de café en casa. Estómagos estrechos, que no pueden tragar, en una misma jornada estética, música y cafeína,

En los tres casos el eslogan, el cuerpo y la ausencia esconden la verdadera naturaleza de lo vendido. El bulto nicotínico del cigarrillo no se ve, la resistencia de la tela vaquera no se pone a prueba, el consejo ñoño a no salir de casa nada dice de los placeres que aguardan en ese café. No es necesario. La calidad o fuerza, la honradez de un producto, ya no es primordial. Importa el envoltorio. El papel de aluminio en que iban metidos los dos bocadillos de Javier de la Rosa.

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